Pues resulta que hoy no me sale el artículo. Doy vueltas y vueltas, y nada. A ver si es que en estos diez años lo he contado todo, me digo, y es hora de cerrar el kiosco. O tal vez la pinche vida ha dejado de tener sentido, y ahora todo me importa un huevo. Qué hacer, se preguntaba Lenin. De modo que telefoneo a El Semanal y le digo al subdirector, Fernando Rayón, que adiós para siempre. Me jubilo, chaval. Lo siento por el rey de Redonda, que ya éramos pareja de hecho, a quien dejo solo ante las erizas y demás. Pero así es la vida. Que cada perro se lama su etcétera. En ésas estoy, digo, cuando Fernando, a quien por algo los íntimos apodamos Monsignore, me apunta: «¿Has probado a leer a Paulo Coelho?». Eso me deja pensativo y reflexivo. Incluso contemplativo. Total, concluyo, de perdidos al río. Vestido de pequeño saltamontes, peregrinaré hasta la última página. Tal vez así encuentre la luz. Camino por las montañas del Tibet, según se sube a mano derecha. Me cruzo con un caminante solitario, y cuando lo veo de cerca resulta ser Javier Marías. Busco la verdad chipén, le digo. Algo que garantice la prosperidad de mi intelecto y de mi tecla. «Lee a Shakespeare, recuerda al coronel Blimp y busca en tu corazón tan blanco», responde. En ese momento canta una tórtola en una cumbre nevada, y comprendo que los días son luminosos y las noches negras, y que en invierno hace un frío de cojones.
Sintiéndome por el buen sendero, sigo mi peregrinación entre ríos y montañas. Encuentro una monja tibetana que me da su tarjeta. Paka Díaz, pone. Dime, caminanta, inquiero. ¿Quién ofende más? ¿El que tiene ánimo o el que no lo tiene? Ella alza un dedo y responde. «No ofende el que quiere, sino el que puede». Entonces me miro en las cristalinas aguas del lago y veo a uno que soy yo, y comprendo que los lagos reflejan tu rostro a condición de que el agua esté quieta. Que tiene miga. También descubro, fascinado, que si metes las manos en el agua, te las mojas. Llego a una aldea global abandonada. Una flor de loto se marchita en un tiesto. Veo un cartel: «Si quiere conocer y saber más, pase la página». La paso. Veo sentado a un viejecito con barba cana. Busco el conocimiento y la sabiduría, le digo. Entonces el viejecito me contesta: «www.ramonbuenaventura.com», y luego señala el fuego de su estufa Fagor de camping gas. En ese instante comprendo, como una revelación, que el fuego quema pero también calienta, y que en esa doble dualidad dual están el principio de la verdadera sabiduría y la madre del cordero.
Más alegre, casi optimista, me interno en una selva oscura del alma. En la floresta aúllan un lobo y una loba, y comprendo que se trata del Yin y del Yang que señalan el camino y el modo de derrotar al enemigo que llevo dentro, que no soy yo, sino otro que no soy yo pero que en el fondo soy. Sin serlo. Esto marcha, me digo. Cada vez lo tengo más claro. Luego, en plan Enrique de Ofterdingen, interrogo al follaje. Cómo salir del bosque de la vida, pregunto. Qua? Quomodo? Quando? Entonces el viento silba entre las ramas y me da una respuesta: «Limpiar el carré de cordero, untar la carne con miel y añadir el jengibre rallado». Así comprendo que he llegado a la página de Juan Mari Arzak, que medita tocado con un gorro de derviche, y en mi corazón se adentra la evidencia de que la cebolleta y el hinojo en rama deben ir siempre muy picaditos. Y si no, no. Porque el sentido del gusto -esa es la gran lección que extraigo- no consiste en decir el gusto es mío. Entre gustos no hay disputa. Y puta que se duerme, se la lleva la corriente.
Como ven, ya me siento muy cerca de la verdad. La olfateo. Snif. Snif. De modo que, impaciente, cruzo valles y torrentes, trepo a riscos, y a lomos de un yak me encuentro a Nativel Preciado, que cabalga vestida de lady Godiva nepalí. Busco al maestro, le digo mientras recobro el resuello. ¿A qué maestro?, me interroga a su vez, enigmática. ¿Al maestro Marina o al maestro Coelho? Y entonces comprendo la lección. Quien cree tenerlo claro, lo tiene oscuro. Y viceversa. Llego, por fin, a un monasterio de lamas. Y lo hago -lo noto en mi corazón- repleto de una sabiduría que te cagas. Allí, dándole vueltas a una carraca mientras pronuncia infatigable los nueve mil millones de nombres de Dios, encuentro a un hombre de mirada tranquila y canas venerables, que transmite paz y felicidad con la misma naturalidad con que Gaspar Rosety retransmite el partido del domingo. Cuéntame, maestro, digo. Cuén-ta-me lo que pa-só. Y entonces, el hombre responde: «Un viejo místico iraní se tomaba una caña en un bar de París cuando un rey y un visir que pasaban por allí le preguntaron: ¿Por dónde se va a Cáceres, si nos hace el favor? Y el viejo místico respondió: andes lo que andes, no andes por los Andes». Eso dice el de la carraca, y la sabiduría ilumina mi corazón. Y comprendo que puedo seguir llenando esta página otros diez años más. Por lo menos.
Este tío siempre fue Dios.