Ayer (no podía ser sino en fin de semana), los gallinazos se metieron por los balcones de la casa presidencial del Grupo Prisa, a revolver con sus alas el tiempo estancado en su interior. Y toda España despertó de un letargo de décadas.
La muerte de cualquier poderoso es siempre algo especial. No es verdad que nuestras vidas sean los ríos que van a dar en la mar: eso es sólo para nosotros, los mindundis. El poderoso, como la energía, ni se crea ni se destruye. Tan sólo se transforma, dejando de hacer Historia para convertirse en Historia. Nos guste o no, ganarse la inmortalidad no es cuestión de grandeza, sino que depende tan sólo de la simple capacidad de dejar en tu entorno una huella imborrable. Estadísticamente hablando, es más fácil conquistar la vida eterna de la Historia siendo un gran canalla que comportándose como un probo ciudadano.
Villano o caballero, no cabe duda de que la huella que deja Polanco será difícil de borrar. Pocas personas como él han buscado y ejercido el poder de manera tan consciente y tan abierta. Cultivando primero su imperio a la sombra del poder y ejerciendo después éste de manera implacable cuando su imperio le puso en condiciones de demostrar que no había testículos para negarle nada de lo que a él se le antojara.
Ideológicamente, era un conservador que supo detectar, y aprovechar, la corrupción y la falta de escrúpulos de un sector de la izquierda española, sector que terminó por secuestrar y pervertir, con el inestimable concurso del finado emperador, la voluntad de la izquierda toda. En su grupo de comunicación, dejó carta blanca al ideólogo Cebrián y se limitó a trazar después una muesca en su revólver cuando, entre los dos, acabaron por convertir al PSOE en una franquicia más del Grupo Prisa.
Fue, en cierto modo, un buen empresario, pero también un gran capo. Con una determinación férrea, procuró laminar siempre que pudo la libre competencia, aprovechando para ello las ventajas que el poder, propio o ajeno, le otorgaba. Desde los inicios de su fortuna con la editorial Santillana, lo suyo no era el tráfico de influencias: era un auténtico atasco.
Maniobró con contundencia para neutralizar o comprar a sus competidores cuando éstos, a pesar de todos los obstáculos, ponían en riesgo el papel de Prisa como primer grupo mediático español. Porque sabía comprender, mejor que nadie, que todo poder deriva, en última instancia, tan sólo de la apariencia de poder, y que la pérdida del liderazgo mediático habría representado su ruina. Entendió a la perfección que todo se compra y se vende, y supo colocar jueces y políticos en los flancos que más necesitaba cubrir, para poder, cada vez que llegara el caso, disfrazar de iure lo que tan sólo era facto. Consiguió así devolver la vista a una Justicia que alguna vez había aspirado a ser totalmente ciega.
Hubiera podido ser nuestro ciudadano Kane, pero prefirió aprovecharse de que en España no existen ciudadanos, sino tan solo siervos. Con su muerte, nos deja ahora huérfanos de señor y sin la menor esperanza de llegar a saber quién o qué fue su Rosebud.
La muerte del emperador no parece plantear grandes incógnitas sobre cuál será el destino de su imperio. En los cuarteles generales de Prisa, ese grupo empresarial que tanto contribuyó a consolidar la naciente democracia española, para luego terminar subastándola al mejor postor en los despachos enmoquetados, todo está bajo control. El sucesor está nombrado, en la persona de su hijo Ignacio; el ideólogo Cebrián sigue en su puesto, con su ademán impasible. Todo queda, por tanto, atado y bien atado.
El problema, como bien sabemos los españoles, es que no hay nudo, por muy gordiano que sea, que un Alejandro no pueda deshacer. Así que quizá el futuro no esté, en realidad, tan escrito.
Descanse en paz, Jesús de Polanco.
El tiempo incontable de la eternidad se ha terminado.
Luis del Pino.
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