Esta es una reflexión de cuarto de baño que siempre me ha acompañado.
Soy hombre, de 26 años y con un bagaje sentimental no muy amplio; dos novias: una ex y mi pareja actual, a la que por supuesto amo. Quizá por aquello de que cada uno es de su padre y de su madre yo he salido más sentimental que el resto del mundo, o eso me creo, y por eso mi vena romántica es mayor que la de estas dos chicas.
No me extenderé mucho en mi manera de querer. Palabras bonitas, gestos, regalos, te llevo a casa, aguanto tus penas, en fin, lo que en teoría se hace cuando se está enamorado. Trago con lo que sea (no homo, cabroncetes) y de buen grado y con una sonrisa. Cosas que rara vez recibo. No lo hago porque así esté socialmente estipulado, lo hago porque me hace feliz. Sin más.
Pero como no todo se resume a mi experiencia, porque quizá sea yo quien sufre un exceso de azúcar, hablaré de TODAS las TÍAS que he conocido. Decir que de los TÍOS que he conocido algún hijo de puta ha habido, y que hayan dejado a sus respectivas novias habrá un 50%, pero esta estadística se rompe cuando hablamos de ellas. TODAS, y cuando digo TODAS es TODAS, han roto con alguna de sus parejas. Las razones se me escapan, aburrimiento, que querían ponérselos con otro maromo o lo que les saliera de su real coño, pero TODAS han roto el corazón de algún pobre infeliz. Romper les resulta tan sencillo como cambiarse la ropa.
También es verdad que es fácil aburrirte del tío actual, relegado al papel de perrito faldero que te va a buscar al trabajo, te lleva a casa, te paga la cena, te dice todos los días lo que te quiere y te deja el lado grande del sofá porque, eh, es un hombre y debe hacerlo. Debe ser un coñazo estar al lado de alguien que no te exige más que tu mera presencia, mientras el te busca planes, te lleva a sitios y estira su sueldo para tenerte en palmitas.
La mujer no quiere, la mujer se adapta a la situación más favorable. En lo que tendríamos que pensar los hombres es en por qué coño se supone que debemos dar tanto sin recibir nada.