Ya que siguen de moda las utopías infantiloides de algunos abriendo mil topics con la misma idea de secesión sobre un terrotorio en concreto. Haré lo mismo, pero con otra nación y otro territorio... Recupero un interesante artículo en dos partes que editaron en el periódico La Verdad de Murcia (aún hoy de actualidad), lo cual fue bastante sorprendente que un periodico como ese se atreviera siquiera a planetarse un artículo de estas características.
Los murcianos serán muchas cosas; pero nunca manchegos, valencianos ni andaluces. Esta afirmación, obvia para el lector avispado, encierra una realidad que siglos de desidia política condenaron al olvido. Pero no la Historia. Ahora, mientras otros territorios enarbolan sus derechos históricos y su identidad cultural para independizarse de España, podría sorprender que Murcia hiciera lo propio. Aunque, de hacerlo, no le faltarían razones históricas.
Sin profundizar demasiado en la Historia, la ciudad de Carthago se erigió como capital de un vasto territorio que se extendía entre los ríos Ebro y Guadalquivir. Durante la etapa romana, si bien quedó reducida su extensión, aún dominaba el corazón de la meseta castellana y el mar tras la independencia en el año 333 de la provincia Tarraconense, a la que pertenecía.
Este territorio acogía, al menos, una docena de pueblos -¿nacionalidades?- distintos. En el Bajo Imperio, el futuro reino abarcaba desde Denia hasta Garrucha y los altiplanos de Hellín y Chinchilla. Así lo encontraron los árabes al desembarcar para, según algunos reputados historiadores, iniciar la conquista en los campos de Sangonera. Poco a poco se iría desplazando el centro de poder hacia la ciudad de Murcia, fundada en el año 825.
La nueva capital disfrutaría de su momento de esplendor bajo el reinado del monarca almorávide Ibn Mardanis, el llamado Rey Lobo, a mediados del siglo XII. Murcia, por tanto, incluso tuvo un gran monarca, a diferencia de otros lugares. Ahí queda eso. De nuevo, el territorio de aquel Reino es indiscutible: Comprendía la actual provincia de Jaén y alcanzaba Valencia. Los murcianos -aunque sea inexacto el término- incluso lograron conquistar Écija y Carmona, a las puertas de Sevilla.
En aquella época nadie discutía la soberanía murciana, salvo a quien no le importara ser ejecutado al instante. El Reino, sin embargo, fue acercándose a Castilla. Tanto, que acabó siendo un protectorado para luego formar parte de aquella Corona. Eso sí, nunca perdió su identidad soberana y la representación como Reino en las Cortes castellanas.
El Reino de Murcia, reconocido administrativamente, surgió tras la rendición del caudillo musulmán Aben Hud en 1243. En ese año se firma el Tratado de Almizra entre el aragonés Jaime I y el futuro Alfonso X, delimitando la frontera entre ambas zonas de influencia.
Sus límites territoriales comprendían, según apuntó en su día el profesor Juan Torres Fontes, las tierras del norte de Alicante, extendiéndose a otras poblaciones como Elche, Elda, Petrel o Sax. También aglutinaba a Cofrentes, hasta la ribera del río Júcar, para luego alargarse hacia Albacete y descender por la frontera entre el Reino de Castilla y el de Granada hasta Águilas.
Debemos establecer en este punto si cabe hablar de identidad murciana, lo que implica argumentar que el territorio poseía una visión del mundo común, un idioma, una cultura y un estilo de vida. Para abreviar, acotemos la tesis a la actual región. ¿De qué hechos diferenciales disponemos? «De un capazo», diría un castizo.
La industria de la seda y del pimentón, la minería, los belenes o la alfarería, los remotos cánticos de los auroros, los Mayos y las cuadrillas, el medieval pastel de carne -sin explayarnos en la riqueza gastronómica-, la internacional Cruz de Caravaca, las acequias, norias y pozos de nieve, las barracas y torres huertanas y, de los huertanos, su indumentaria y costumbres. Por último, el murciano -que no el panocho-, es una realidad lingüística que se asienta sobre una base árabe y mozárabe que fue moldeada por las lenguas de quienes llegaron al Reino en la Edad Media.
Hasta Cortes de facto
El Reino para contar contaba, como cuenta, con una particular unidad de superficie agraria: la tahúlla. Quizá heredada de los árabes, la tahúlla, según la describía el Diccionario de Autoridades «es voz usada en el Reino de Murcia». Este diccionario, publicado entre 1726 y 1739, fue el primero de la lengua castellana editado por la Real Academia Española y precursor del actual.
De hecho, la tahúlla fue la medida empleada en el Repartimiento de Tierras de Alfonso X. Y aunque a aquel reparto acudieron pobladores catalanes, aragoneses, valencianos y castellano-leoneses, se utilizó la tahúlla. Curiosamente, esta medida no se empleó en otras particiones castellanas; pero sí, por ejemplo, en el Repartimiento de Almería.
Si bien el Rey Sabio otorgó a Murcia el Fuero Juzgo, el Reino ya disponía de un cuerpo legal más antiguo y que, con continuas actualizaciones, perduraría hasta nuestros días. Se trata de las Ordenanzas de la Huerta, normativa aún vigente y cuya primera redacción corresponde al siglo XIV. En la práctica, se pueden considerar las Ordenanzas y el remoto Consejo de Hombres Buenos que las aplicaban como una evidencia más de la identidad cultural murciana.
Hay autores que incluso señalan que el Reino tuvo sus propias Cortes, denominadas Juntas de la Tierra. Se convocaron en el siglo XIII, impulsadas por el Marquesado de Villena, para debatir y hallar soluciones a los problemas presentados por las diferentes villas del Reino, con la lógica oposición de la Corona castellana. Nadie imaginó entonces que los siglos venideros, aunque hoy ya nadie lo recuerde, reforzarían la soberanía de Murcia como nación. Pero eso queda para la próxima semana.
http://www.laverdad.es/murcia/v/20120923/murcia/puede-murcia-nacion-20120923.html
Los murcianos y los turcos, para sorpresa del mundo civilizado, tuvieron en común una bandera. Fue por un breve periodo de tiempo; pero el suficiente para que el comandante general José Dueñas se quedara boquiabierto al ver ondear el pabellón de Turquía en lo más alto del fuerte cartagenero de Galeras.
Sucedió en octubre de 1873, cuando Cartagena se proclamó cantón y Antonete Gálvez izó en el fuerte la insignia turca -pues no había otra en el almacén- teñida con la sangre de un revolucionario. Así lo comunicó, tras jurarse que no volvería a probar el coñac en su vida, el comandante general Dueñas al ministro de Marina en un telegrama histórico: «El castillo de Galeras ha enarbolado la bandera turca».
La invasión francesa, un siglo largo antes, ya había impulsado otro renacimiento de la soberanía regional que, no por desconocido, reviste menos interés. Francia invade España en 1808. En las ciudades levantadas contra los gabachos se organizan juntas de defensa que, aprovechando el desconcierto general, proclaman su independencia.
Desde la Junta establecida en Murcia, tras contactar con el Gobierno británico, advirtieron a su Graciosa Majestad de que los murcianos podrían tratar con los ingleses «no como un comerciante con otro, sino como una Corte con otra Corte; como una Nación soberana con otra Nación soberana». Ahí quedó eso. Bajo esta euforia soberanista subyacían las ideas del Conde de Floridablanca, presidente de la Junta murciana y quien, quizá, apostaba por el nacionalismo como freno a las ideas afrancesadas que invadían el país.
La determinación política del célebre Conde es comparable con la que tendría un personaje tan olvidado como influyente en la política española de su siglo: Antonete Gálvez. El panorama de su época era desolador: hambres y epidemias, un gobierno republicano dividido, el servicio militar que esquilmaba familias enteras por contener las revoluciones coloniales, la guerra carlista&hellip Y entonces Cartagena, la sede de la flota, bajo pabellón turco.
La predilección de Gálvez por las banderas rojas ya era evidente unos años antes. En 1869, había alzado otra en el monte Miravete de Torreagüera como símbolo de la rebelión contra la monarquía de Amadeo I. Intento vano que fue aplastado en cuanto los revolucionarios se quedaron sin munición.
«Más de 13.000 amigos»
Antonete, quien había sido condenado a muerte por la sublevación, regresó de su exilio en África al año siguiente y recibió en Murcia, como anunció el diario 'La Paz', «la visita de más de 13.000 amigos». Los mismos que se echaron en falta el día en que se atrincheró en el Miravete, según el mismo periódico.
Gálvez regresó a las andadas en 1872. Con el apoyo de apenas dos centenares de partidarios volvió a encaramarse al Miravete. Desde Madrid enviaron tropas para aplastar la revuelta. Pero Antonete había aprendido la lección y se encaminó a la ciudad de Murcia, donde levantó barricadas. En esta ocasión, las tropas nacionales defendieron con fiereza la bandera que ondeaba en la torre de la Catedral.
Revolución en calzoncillos
De este episodio, que concluyó con otra derrota de Antonete al día siguiente, queda para la Historia el curioso análisis publicado en el diario 'La Correspondencia': «A pesar de ser los murcianos un mixto entre valencianos y andaluces, han peleado con bizarría». ¿Se puede ser, por recordar un murcianismo, más tontolpijo? Pues sí. Porque no menos sorprendente fue otra crónica donde se afirmó que por las calles de Murcia «se ven en calzoncillos y algo menos a los sublevados que manda Gálvez». Nadie explicó al redactor de turno que aquellos supuestos calzoncillos eran zaragüeles.
El propósito de Antonete era transformar España en una Estado federal y descentralizado en confederaciones independientes. La proclamación de la Primera República el 11 de febrero de 1873 revitalizó el empuje del murciano, entonces convertido en diputado a Cortes.
Sin embargo, superado el éxtasis inicial, la nueva República resultó tan débil como los cuatro presidentes que tuvo en sólo un año. Así que algunas ciudades, sin que se aplicara la reforma acordada, se proclamaron cantones. Entre ellas Cartagena, bajo el mando de Antonete, que fue nombrado Comandante General de las tropas. La independencia del país era un hecho tan consumado que hasta se acuñaron monedas.
El Cantón pasó a la historia como el último que se rindió a las fuerzas nacionales. A Antonete lo condenaron a muerte de nuevo y, otra vez, huyó a Orán.
En 1891 fue absuelto y nombrado concejal del Ayuntamiento de Murcia. Hasta sus últimos días defendería con pasión sus ideas, como si de una religión se tratara. La verdad es que a la región no le falta tampoco Historia eclesiástica. Cartagena tuvo obispo -documentado sobre el papel- desde el siglo VI. Sin contar con la leyenda que atribuye su erección -que así se llama- al mismísimo apóstol Santiago.
http://www.laverdad.es/murcia/v/20120930/murcia/puede-murcia-nacion-20120930.html
Y eso que en el artículo ni se habla del Pacto de To/udmir