Un verano más quedamos en el café de siempre, era un lugar tranquilo del centro de Madrid, con mesas pequeñas, luz tenue y velas aromáticas.
Ella se sentó frente a mí, la camarera se acercó y nos tomó nota. Yo, como siempre, un café solo con hielo, ella a continuación pidió una Fanta de naranja.
El comienzo fue duro, una anécdota por allí, un chascarrillo oportuno, pero mientras el hielo se derretía comenzamos a desnudar la verdad.
A la vez que apuraba mi amargo elixir me extasiaba contemplando cómo sus labios carnosos me revelaban sus sentimientos más profundos, lo que sus entrañas contenían.
Al mismo tiempo yo también me fui desprendiendo de mi coraza para mostrarle las heridas que habían sido infligidas durante los últimos 365 días. Aquello que me había hecho daño, aquello que en ese momento me carcomía, reservándome para mí lo poco que era necesario para seguir conservando mi dignidad.
Cuando en el vaso sólo reposaba una mezcla descolorida en la que predominaba el agua por encima del café le miré a sus ojos azules sintiéndome profundamente aliviado. Realmente me sentía bien, no sólo por haber contado muchas cosas que me guardaba para mí sino porque sabía que cada una de mis palabras habían sido escuchadas. Entonces dije:
- Realmente me alegro de, al menos una vez al año, poder desembarazarme de todas las máscaras y mostrarme sin pudor tal y cómo soy sabiendo que tú te expones ante mí de la misma forma y que ambos nos comprendemos de forma mutua.
Esbozó una sonrisa, se levantó, se acercó a mi oído y me susurró:
- ¿Quién te ha dicho que tan sólo una de las palabras que te he contado sea verdad?
Como despedida me besó suavemente en la mejilla y se marchó sonriente, sin mirar atrás. Frente a mí sólo quedó un platito con un papel blanco que indicaba el precio de un café sólo con hielo y una Fanta de naranja.
En ese momento yo también sonreí, por suerte nunca había estado en aquel café ni había conocido a aquella mujer de ojos azules y labios carnosos.