En Australia, un hipocondríaco morboso puede coleccionar una gama amplia de muertes espantosas. La estadística dice que no es para tanto. Por ejemplo, las muertes por ataques de tiburón: en los días de nuestro viaje, los periódicos publicaron en primera plana la foto de una gran mancha de sangre que flotaba en el mar, después de que un tiburón arrancara la pierna a un surfista. El surfista se desangró en el agua y murió. Ante el pánico que produjo la noticia, las autoridades subrayaron que en todo el año sólo siete personas habían muerto en Australia por ataque de tiburón, mientras que ocho personas habían fallecido alcanzadas por un rayo, y nadie se obsesiona con que le parta un rayo. Es cierto que nuestros motivos para el pánico son irracionales: ¿cuántos cientos de australianos mueren al año en accidentes de tráfico? Y nadie titubea al subirse a un coche. Sin embargo, el siguiente listado de muertes horribles no lo he extraído de periódicos sensacionalistas, archivos de casos truculentos o enciclopedias remotas: casi toda la información aparece en los folletos que reparten las oficinas de turismo, y en los paneles didácticos de los museos y los parques. Algo tiene el agua -medusas, cocodrilos, serpientes- cuando la maldicen.
Supongamos que nuestro bañista ha sobrevivido al latigazo fogoso de la medusa cofre o al de la carabela portuguesa -una medusa más amable cuyo pinchazo sólo produce veinte minutos de agonía-, y regresa tambaleándose a la playa de Queensland. Con un poco de suerte, en la orilla puede tropezarse con el pulpo de anillos azules: el pulpo más venenoso del mundo. Si el octópodo se asusta, sus anillos brillarán y se lanzará a las carnes del desgraciado bañista para clavarle un aguijón venenoso. La picadura apenas duele, pero sus toxinas pueden resultar mortales si no se administra un antídoto con rapidez. En la misma orilla, el bañista podría pisar también un pez piedra: efectivamente, se trata del pez más venenoso del mundo. Se camufla perfectamente entre las rocas y las arenas de la orilla, y la víctima sólo se da cuenta cuando su pie descalzo pisa las trece espinas dorsales puntiagudas, que le inyectarán otra dosis de veneno letal.
Si el día se tuerce definitivamente, el bañista puede recibir el pinchazo tóxico y muy peligroso de la concha cónica, también conocida como "lengua de flecha": este molusco de diez centímetros no sólo muerde sino que además persigue a la víctima. Los folletos recuerdan la presencia frecuente en las playas de una estrella marina conocida como "corona de espinas", cuyos 23 brazos albergan púas afiladas de cinco centímetros, que se clavan en la carne y suministran toxinas como para producir inflamaciones severas, náuseas y vómitos. Al bañista tampoco conviene rozarse contra los hidroides, "el coral de fuego", que le dejará dolorosamente irritado para cuatro semanas, ni encontrarse con alguna de las 34 especies de serpientes de agua cuya picadura es mortal para los humanos.
Nuestro amigo puede recibir las dentelladas de los cocodrilos de agua salada, los tiburones o los meros gigantes -de hasta cuatrocientos kilos-, puede verse arrastrado por las famosas rips -las corrientes traicioneras del mar- o una ola inmensa puede llevárselo océano adentro -como le sucedió al primer ministro Harold Holt en 1967 mientras paseaba por una playa: nunca más se supo; o a los doscientos bañistas de Sydney que arrastró una ola en 1938: gracias a los socorristas, sólo murieron seis-. Y como las radiaciones solares pueden crearle melanomas y cáncer de piel -el agujero de la capa de ozono está demasiado cerca de Australia-, le convendría caminar tierra adentro y protegerse.
Ojo con las zonas sombrías del interior: en Australia acechan las diez serpientes más venenosas del planeta, la araña más mortífera del mundo -la araña de tela de embudo, que vive incluso en Sydney-, y hasta la garrapata más letal del universo. No es broma: la garrapata paralizadora siente predilección por las zonas oscuras y húmedas de los cuerpos ajenos. Por ejemplo, los sobacos y los genitales humanos. Si a nuestro bañista le salta esa garrapata desde un arbusto y se le aferra, deberá arrancársela como sea, porque el bichito le chupará la sangre y a cambio le dejará sustancias tóxicas en las venas, que podrían paralizarle y matarle tras varios días de agonía. Supongamos que nuestro amigo haya leído los folletos de turismo y sepa que debe frotarse con petróleo, queroseno o aguarrás para soltar la garrapata (sí, esa información aparece en los folletos que se reparten a los turistas). Y supongamos que lo consigue.
Entonces, el hombre quizá decida reponer fuerzas en un restaurante y pedirá pescado. El pescado podría estar contaminado con la ciguatera, un microorganismo tóxico que se acumula en algunos pescados tropicales y que dejará al comensal tirado en una cama dos semanas mientras padece continuos dolores abdominales -también lo advierten los folletos-.
Podrían sobrevenirle otras muertes más originales y extrañas, como ser degollado por un casuario. Se trata de un ave que no vuela, similar al avestruz, pero con una altura de casi dos metros, 60 kilos, una cresta ósea y unas garras de dureza metálica. Está en peligro de extinción y sólo quedan unos pocos ejemplares, repartidos por las zonas boscosas de Queensland. Resulta muy difícil verlos. Cerca de la costa, nuestro amigo encontrará un sendero que recorre un kilómetro dentro de la jungla tropical, y un panel que le invita a pasear por él para intentar ver un casuario. Es probable que, como mucho, descubra una huella de su triple garra marcada en el barro. Lo curioso es que ese panel desea suerte al visitante para que pueda ver un casuario y en el punto siguiente da las instrucciones de cómo huir si se lo encuentra: no hagas movimientos bruscos, retrocede despacio para no asustarlo pero nunca le des la espalda, resguárdate detrás de un árbol... Si nuestro amigo entra a buscar un casuario y tiene la desgracia de encontrárselo, más le vale seguir las instrucciones, si no quiere repetir el destino trágico de aquel chico de 13 años que en 1986 asustó a un ejemplar de 50 kilos. El bicho saltó contra el niño para soltarle una patada y le desgarró la yugular con sus garras como hoces.
Supongamos que nada de esto ocurre y que ningún ciclón de los que frecuentemente arrasan el trópico ha arrancado de su sitio el cámping en el que se aloja nuestro amigo. Ese día tampoco hay incendios devastadores ni plagas de langostas. Entonces podrá descansar. Pero deberá escoger bien el sitio: si no ha leído el cartel de la entrada, quizá no sepa que sentarse a la sombra de un cocotero es una actividad de gran riesgo: el viento agita las ramas, un coco suelto cae y le parte el cráneo. Una muerte muy poco épica, desde luego, pero seguramente la más probable de todo este catálogo horrible. Al menos, de todas las advertencias escalofriantes que leímos en Queensland, esta fue la única que estuvo cerca de cumplirse. Nosotros sí leímos el cartel: "La empresa que dirige el cámping no se hace responsable de los daños que pueda provocar la caída de ramas, frutos o semillas". Una tarde, dos hombres podaban las palmeras y los cocoteros del cámping de Mission Beach subidos a una grúa, con bastante desgana, cuando se les escapó una rama gruesa desde una altura de diez metros y cayó en punta contra una de nuestras tiendas. Por suerte, en ese instante no había nadie dentro, pero la lona quedó rajada de parte a parte. El dueño del cámping fue muy atento y nos pagó el dinero para reparar el desgarrón. Nosotros, por si acaso, nos marchamos del trópico.