Hoy he viajado. Río abajo, mecido por el constante e imperceptible fluir del agua. A mi lado, en las orillas lejanas y cercanas, se sucedían imágenes de todo tipo. Desde maravillas indescriptibles a horrores inenarrables, sucesos sin importancia, sin ningún sentido e intuiciones preciosas. A pesar de que las imágenes parecían perfectamente sólidas, sobrevolaba una especie de sensación que se inclinaba hacia lo translúcido, hacia el viento imperceptible, se trataba de una ilusión, un sueño.
Aquello que de verdad dominaba el viaje, era el fluir del agua, ese constante flujo de agua acariciando mis cabellos y la mano que colgaba por encima. No había más que fluir, todo fluía y nada permanecía, nada quedaba estático, cuando una imagen de locura aparecía en la orilla más lejana y sombría, al instante desaparecía como si nunca hubiese estado realmente ahí, quedaba disuelta en el mismo aire. Al igual, que la imagen maravillosa que prometía eterna felicidad y dicha. Cuando en alguna ocasión, trate de aferrarme a la preciosa imagen que aparecía bañada en una luz prístina y blanca y que asomaba entre los viejos árboles retorcidos, recubiertos de helechos y verdor, el río me recordaba que no podía ni debía quedarme allí. Los troncos y cantos que el río arrastraba me golpeaban sin piedad, arrastrados sin contemplación por el río… En aquellos momentos casi podía percibir algo de intención correctora en el propio fluir del río, como diciendo, "no has de abandonarme". Y, en realidad, una vez que la estancia ante aquella maravilla de blancura y lucidez se prolongaba en el tiempo, la luz cambiaba, mutaba, se volvía grisácea y perdía aquello que la había hecho tan única y que me había atraído con tanta fuerza. Llegaba incluso, en ocasiones, a tornarse oscura, amenazante, presagiando una explosión que en cualquier momento debía ocurrir. Era entonces, cuando volvía a ser consciente de la sabiduría no intencional del río que me acogía, el cual nunca había abandonado en realidad, nunca me había separado de la vieja balsa que me mecía tranquilamente, sin pausa, inexorable, agradable.
En ocasiones el río parecía fluir tormentoso, con furia, las rocas desgarraban la piel aquí y allá, pero la balsa siempre resistió, nunca temí que desapareciese bajo mis pies. Ni un solo rasguño aprecié en aquella recia construcción de madera, simple, pero efectiva. En ocasiones, el río también se secaba y parecía que no podría seguir fluyendo mucho más, o llegaba a asemejarse al lodo, barro, fango… Entonces, desesperado, buscaba el agua cristalina de antaño, sin saber que estaba bajo mi embarcación, como siempre lo había estado, confundí el color y la densidad del agua, como creyendo que había desaparecido y todo, de ahora en adelante, sería peor. En muchas ocasiones no fui capaz de reconocer que el río, ya fuese barro o agua, seguía fluyendo y el cambio que parecía experimentar no era esencial, no mudaba su naturaleza. Mucho recorrí en aquel río. Sigo en la balsa, a duras penas en ocasiones, pero no creo que nunca la abandone.
Una duda acuciante me asaltaba en ocasiones. Pensaba, acobardado y paralizado, que, si no permanecía en ningún lugar, no sería capaz de hacer que nadie me conociese, que se me olvidaría como se olvida una hoja que ha caído del árbol y se marchita, sola, sin la atención de aquel que contempla, maravillado, el árbol. En esas ocasiones, como por casualidad, el río me mostraba lo que ocurría con aquel que trata de mantenerse en la orilla. Veía casas abandonadas, palacios, castillos, pueblos… Todo lo que en el pasado fue el orgullo de sus dueños, cubiertos de maleza, totalmente irreconocibles. Incluso llegué a ver, con mis propios ojos, como una casa alta y elegante, preciosa, con tapices y ornamentos dorados de todo tipo, se disolvía ante mis ojos, cambiaba completamente y volvía a ser suelo desnudo, vacío. En aquellos momentos entendí lo que el río quería decirme, cualquier intento de mantenerse, de permanecer, de alcanzar la gloria y el recuerdo, está destinado al fracaso. Todo cambiará, apartarse de la balsa y del río, era, entonces, un error.
Aquellas grandiosas y grandilocuentes imágenes, de triunfo y gloria, de reconocimiento, en ocasiones asaltaban mi tranquilo tránsito por el río. Entonces, trataba de saltar de la balsa, me intentaba aferrar con uñas y dientes a cualquier tronco, tratando de abandonar el río y de alcanzar la orilla, agarrándome a lo que fuese. El ansia y la impaciencia me dominaban y me adentraba en el bosque, siguiendo aquellas visiones que prometían todo lo que parecía anhelar y desear. Pero no había nada, las joyas de los cofres que encontré, los cuadros grandes y hermosos, todas aquellas maravillas, se deshacían ante mis ojos, convirtiéndose en arena y polvo, volviendo al suelo y a la tierra. Entonces, como un canto lejano que empieza a aumentar en intensidad, poco a poco, imperceptible pero seguro, volvía a oír el fluir del río. Nunca había cesado, pero, curiosamente, lo había olvidado por completo. Ahora se me presentaba como aquel lugar al que volver, siempre había estado ahí, aunque yo lo despreciase y abandonase, creyendo que ya no tenía nada que ofrecerme. Volvía y la balsa, que nunca había dejado de avanzar, surcaba muy lentamente el perfil del río, despacio, como siempre, siguiendo mis desesperadas peripecias, esperando. Me daba cuenta de que nada se había detenido nunca, en todas aquellas visiones siempre seguí avanzando, paralelo al río, y la balsa con él.
Retornaba entonces, despacio y contento. Sabía, que el río no desaparecería, todo cambiaba ante mis ojos, pero el cambio mismo, la impermanencia, es aquello que dirige la realidad. Solo aquel que fluye con el cambio y surca, relajado, el río en su balsa, es capaz de apreciar su fluir, su tranquilo y sereno fluir.
No hay ninguna orilla que alcanzar, ningún castillo que dominar, ninguna joya que poseer.
Lo sabio es admirar el paisaje, las imágenes con que nos deleita la orilla, apreciar su belleza, sufrir, creer, amar… Pero nunca abandonar la balsa, nada se debe enquistar, no se puede permanecer en la orilla. Siempre volverás a percibir el fluir del río, recordándote, que nunca lo has abandonado y que, llegado el momento, siempre retornarás a él.