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En el texto pone algo de mago de roca, o algo así.
—Ese poder que tienes está hecho para destruir. ¿No quieres utilizarlo? Perfecto. Pues que te hunda como una piedra.
Estas palabras del capitán noxiano fueron las últimas que oyó Taliyah antes de hundirse bajo las saladas aguas. Aún la atormentaban. Habían pasado cuatro días desde su llegada a la playa donde había escapado. Al principio corrió y luego, cuando dejó de oír los crujidos de los huesos de los granjeros jonios y las voces de los soldados noxianos, siguió caminando. Se alejó por la falda de las montañas, sin atreverse a volver la mirada hacia la carnicería que había dejado atrás. La nevada había comenzado dos días antes. O puede que tres, ya no lo recordaba. Aquella mañana, al pasar por delante de un santuario vacío, se había levantado una brisa desapacible en el valle. En ese momento cobró mayor fuerza y separó las nubes para mostrar un cielo tan claro y azul que Taliyah sintió que volvía a ahogarse. Conocía aquel cielo. Lo había visto mil veces de niña, sobre las arenas. Pero no estaba en Shurima. Aquí el viento no era su aliado.
Se rodeó el cuerpo con los brazos, tratando de rememorar la calidez de su hogar. El sobretodo mantenía la nieve a raya, pero no el frío. La invisible soledad se ensortijaba a su alrededor y se le metía hasta el tuétano de los huesos. El recuerdo de sus seres queridos, a medio mundo de distancia, hizo que cayera de rodillas.
Enterró las manos en los bolsillos y jugueteó con las suaves piedras que llevaba allí para arrancarles un poco de calor.
—Tengo hambre. Eso es todo —dijo sin un destinatario concreto—. Una liebre. Un ave. Gran Tejedora, me contentaría hasta con un ratón, si apareciese.
Y como en respuesta a estas palabras, a varios pasos de distancia se escuchó un suave crujido sobre la nieve. El responsable, una bolita de pelo no más grande que sus dos puños juntos, asomó la cabeza por la entrada de su madriguera.
—Gracias —susurró Taliyah con un castañeteo de dientes—. Gracias. Gracias.
El animal le dirigió una mirada inquisitiva mientras ella sacaba una de las piedras de su bolsillo y la colocaba en la bolsa de la honda. No estaba acostumbrada a disparar de rodillas, pero si la Gran Tejedora le había hecho aquel regalo, no pensaba desperdiciarlo.
Bajo la atenta mirada del animalillo, empezó a dar vueltas a la honda, ya con la piedra en su sitio. El frío le atenazaba el cuerpo y le impedía mover el brazo con soltura. Cuando alcanzó velocidad suficiente, soltó la piedra. Por desgracia para ella, al mismo tiempo se le escapó un estornudo.
El proyectil voló sobre la nieve en dirección a su cena... y le pasó rozando. Taliyah se echó hacia atrás y dejó escapar todo el peso de su frustración en un grito gutural cuyo eco resonó en el silencio. Respiró profundamente varias veces. El aire frío le aclaró la mente al tiempo que le quemaba la garganta.
—Si te pareces en algo a los conejos de las arenas, habrá muchos de tus hermanos cerca —dijo en dirección al agujero que había dejado el animal al escapar, embargada de nuevo por su desafiante optimismo.
Su mirada se apartó de la madriguera para dirigirse al valle, donde se movía algo. Siguió el trazado sinuoso de sus propias huellas a través de la nieve. Tras ellas, más allá de los esmirriados pinos, había un hombre en el santuario. Al verlo, el corazón le dio un vuelco. Estaba sentado, con la cabeza inclinada sobre el pecho y la oscura y despeinada melena agitada al viento. Parecía dormido, o sumido en la meditación. Exhaló un suspiro de alivio. Ninguno de los noxianos que conocía haría algo así. Recordó la textura áspera de la superficie del santuario, cuyas curvadas paredes había rozado con las manos al pasar.
Un fuerte crujido la arrancó de sus ensoñaciones. A su alrededor empezó a sonar un ruido atronador. Taliyah se preparó para un terremoto, pero no se produjo. El estruendo se transformó en un crujido sostenido y espantoso, un chirrido de nieve compactada y piedra. Taliyah se volvió hacia la montaña y vio que una muralla de color blanco se precipitaba sobre ella.
Intentó ponerse en pie, pero no había donde esconderse. Sus ojos se posaron en la roca que asomaba bajo el hielo sucio y se acordó del animalillo, sano y salvo en su madriguera. Desesperada, concentró sus pensamientos en el basto contorno de la roca visible. Una hilera de gruesas columnas de piedra brotó de la tierra. El parapeto de roca se elevó sobre su cabeza en el mismo momento en que la avalancha blanca, con un estruendo sordo, caía sobre él.
La nieve ascendió sobre el muro que había levantado y descendió como una oleada resplandeciente sobre el valle. Bajo la mirada asombrada de Taliyah, la mortal manta anegó la cañada y sepultó el templo.
Tan rápidamente como había comenzado, la avalancha terminó. Hasta el viento cesó un instante. Taliyah sintió cómo se posaba sobre sus hombros el nuevo y amortiguado silencio. El hombre de la melena oscura había desaparecido, engullido por aquel mar de hielo y piedras. Taliyah se había salvado del alud, pero sintió que se le encogían las entrañas al comprender una cosa: no solo había atacado a un pobre inocente, lo había enterrado vivo.
—Gran Tejedora —dijo, de nuevo sin destinatario concreto—. ¿Qué he hecho?
II
Descendió con rapidez por la ladera cubierta de nieve, a veces resbalando sobre ella, a veces hundiéndose hasta las rodillas. No había escapado de una flota de invasión noxiana para matar por accidente al primer jonio al que veía.
—Y con la suerte que tengo, seguro que era un santo —dijo.
La avalancha había transformado los pinos del valle en matorrales espinosos dos veces más pequeños. Solo el techo del santuario asomaba sobre la nieve. Al otro extremo de la cañada se veía una hilera de banderas de oración, arrancadas y retorcidas por la avalancha. Taliyah recorrió el lugar con la mirada en busca del hombre al que había enterrado bajo el hielo. La última vez que lo había visto estaba bajo un alero del templete. Puede que la estructura lo hubiera protegido.
Al acercarse al santuario, más cerca de los árboles y del centro de la avalancha, vio dos dedos pálidos que habían aflorado a la superficie.
Corrió lo más rápido posible hacia ellos. —Que no esté muerto. Por favor, que no esté muerto. Por favor...
Se puso de rodillas con cuidado y comenzó a retirar el fino y helado polvo. Los dedos eran tan duros como el acero. Alargó los brazos y agarró al hombre por la muñeca, a pesar de que tenía las manos tan heladas que casi se negaban a obedecerla. Entre el castañeteo de sus dientes y el temblor de su cuerpo, le resultaba imposible saber si el hombre seguía teniendo pulso.
—Si aún no has muerto —le dijo—, tienes que ayudarme.
Miró en derredor. No había nadie más. Era la única que podía ayudarlo.
Le soltó los dedos y retrocedió unos pasos. Apoyó las entumecidas palmas sobre la superficie de la nieve y trató de recordar el aspecto del lecho del valle antes de la avalancha. Piedras sueltas, gravilla... El recuerdo la eludió un instante, antes de cobrar forma en su cabeza. Era oscuro, un basto carbón grisáceo salpicado de vetas blancas, como la barba del tío Adnan.
Se aferró con todas sus fuerzas a la imagen y tiró de lo que había debajo de la nieve. La costra de nieve estalló delante de ella, seguida al instante por una columna de granito con una figura encima. La roca, dúctil de pronto, vaciló al llegar a su punto más alto, como si necesitara dirección. Taliyah no sabía lo que podía ocultar el suelo, así que la envió junto con el cuerpo hacia los delgados pinos, con la esperanza de que sus copas amortiguaran la caída.
La columna de granito perdió el impulso antes de llegar y se desmoronó sobre la nieve en medio de una bocanada blanca, pero el ramaje acogió al hombre antes de dejarlo caer con suavidad sobre la superficie.
—Si estabas vivo, no vayas a morirte ahora —dijo Taliyah mientras corría hacia él. Sobre ella, la luz del sol perdía fuerza.
Unos nubarrones oscuros estaban invadiendo el valle. La nevada no tardaría en reanudarse. Detrás de los árboles vio la boca de una pequeña cueva.
Taliyah se sopló en el interior de las manos tratando de conseguir que dejaran de temblar. Se inclinó sobre el desconocido y le tocó el hombro. El hombre respondió con un gruñido de dolor. Antes de que Taliyah pudiera apartarse, hubo un movimiento fugaz y un destello metálico. La fría y afilada hoja del arma del hombre se apoyó en su garganta.
—Aún no me ha llegado la hora —dijo con un susurro quebrado.
Tosió y se le pusieron los ojos en blanco. La punta de la espada se inclinó hacia la nieve, pero el hombre no la soltó.
El primer copo de nieve pasó frente al rostro agrietado de Taliyah. —Parece que no eres fácil de matar —dijo—. Pero si nos atrapa la tormenta, es posible que descubramos hasta qué punto.
El hombre tenía la respiración entrecortada, pero al menos seguía con vida. Taliyah metió el cuerpo bajo su brazo y comenzó a arrastrarlo hacia la pequeña cueva.
El viento desapacible había regresado.
III
Taliyah se inclinó para recoger una piedra redondeada del tamaño y color de una pequeña madeja de lana cruda. Con un escalofrío, volvió la mirada hacia la cueva. El andrajoso desconocido seguía apoyado en la pared, con los ojos cerrados. Se llevó a la boca el tasajo que había encontrado en su mochila y le dio un bocado. Confiaba en que, si sobrevivía, no le importase que se hubiera tomado la libertad de cogerlo.
Regresó a la calidez de la cueva. Las rocas planas que había apilado despedían todavía un calor que hacía rielar el aire. Se arrodilló. Hasta entonces no había tenido la certeza de que el truco que hacía con las piedras de su bolsillo funcionara con algo más grande. La joven de Shurima cerró los ojos y se concentró en las piedras. Recordó el sol abrasador sobre las arenas, el calor que se hundía profundamente en la tierra y permanecía en ella hasta bien entrada la noche. Se relajó y, al sentir que la seca calidez comenzaba a envolverla, se abrió un poco el sobretodo y comenzó a trabajar con la piedra que tenía en las manos. Le dio vueltas, la estiró y la modeló con sus pensamientos hasta dejarla hueca como un cuenco. Satisfecha, volvió a la entrada de la caverna con su nuevo recipiente.
Una voz masculina rezongó tras ella: —Igual que un gorrión recogiendo miguitas.
—Hasta los gorriones tienen que beber —respondió Taliyah mientras llenaba el cuenco de nieve limpia.
El frío viento susurraba a su alrededor. Dejó la redondeada piedra sobre el montón de rocas calientes.
—¿Recoges las piedras con las manos? ¿No es un poco aburrido para alguien capaz de moldear la roca?
Taliyah sintió un rubor en las mejillas que no tenía nada que ver con el calor de su pequeña fogata.
—No estás enfadado, ¿verdad? Por lo de la nieve, me refiero, y...
El hombre se echó a reír, pero al hacerlo tuvo que llevarse las manos al costado, con un gemido. —Tus actos me dicen todo lo que necesito saber. —Una sonrisa se abrió paso entre sus dientes apretados—. Podrías haberme dejado morir.
—Fui yo quien te puso en peligro. No podía dejarte enterrado en la nieve.
—Pues te lo agradezco. Aunque no me hubiera importado ahorrarme lo de los árboles.
Taliyah hizo una mueca y abrió la boca. El hombre alargó el brazo para detenerla. —No te disculpes.
Haciendo un esfuerzo, se puso en pie y examinó con más detenimiento a Taliyah y el adorno que llevaba en el pelo.
—Un gorrión de Shurima. —Cerró los ojos y se relajó al calor de la fogata—. Estás muy lejos de casa, pajarillo. ¿Qué te ha traído hasta una remota caverna en Jonia?
—Noxus.
El hombre enarcó una ceja, pero mantuvo los ojos cerrados.
—Me dijeron que uniría a su pueblo. Que mi poder serviría para apuntalar sus murallas. Pero solo querían usarlo para destruir. —Sus palabras se tiñeron de aversión—. Dijeron que me enseñarían...
—Y lo han hecho, pero solo la mitad de la lección —respondió él sin emoción alguna en la voz.
—Querían que enterrase una aldea entera. Que matara a la gente en sus casas. —Dejó escapar un resoplido de impaciencia—. Y acababa de escapar cuando te arrojé una montaña encima...
El hombre levantó la espada y recorrió la hoja con la mirada. Una pequeña brisa la limpió de polvo. —Destrucción. Creación. No son ni buenas ni malas. No puedes tener la una sin la otra. Lo que importa es la intención, la razón por la que escoges tu camino. Esa es la única decisión real que tenemos que tomar.
Taliyah se puso en pie, irritada por la lección. —Pues mi camino lleva lejos de aquí. Lejos de todo el mundo, hasta que aprenda a controlar lo que llevo dentro. Tengo miedo de hacer daño a los míos.
—El pájaro no deposita su confianza en la rama sobre la que se posa.
Pero Taliyah ya no lo escuchaba. Se encontraba en la boca de la cueva, embozada en el sobretodo. El viento silbaba en sus oídos.
—Voy a buscar algo de comer. Con un poco de suerte, no te arrojaré el resto de la montaña encima.
El hombre se apoyó en la piedra caliente que tenía detrás y dijo, sin ningún destinatario concreto: —¿Seguro que es la montaña lo que quieres conquistar, gorrioncillo?
IV
Un pájaro picoteaba un pino cercano. Taliyah dio un puntapié a la nieve y, sin quererlo, se llevó una parte dentro de la bota. Irritada por las palabras del desconocido y por la sensación desagradable de la nieve que se fundía alrededor de su tobillo, se cogió la bota y le dio un tirón hacia arriba.
—¿La razón para escoger un camino? Abandoné a mi pueblo y a mi familia para protegerlos de mí.
Se detuvo. Un silencio antinatural se había posado sobre el lugar. Un gamo que andaba por allí había escapado antes, al oír el ruido de sus pisadas. En cambio, el pájaro, al comprender que la chica no constituía ningún peligro, se había quedado en la rama y piaba mientras ella rezongaba de frustración. Pero hasta él quedó mudo en ese momento.
Taliyah se incorporó con cautela. En su rabia, se había alejado más de lo que pretendía de la caverna. Sin darse cuenta, había seguido el trazado de una cresta de piedra sobre el terreno y ahora se encontraba en lo alto de un acantilado rocoso. No había pensado que el hombre fuera a seguirla, pero notaba que alguien la estaba observando.
—¿Más lecciones? —preguntó con tono de indignación.
La respuesta fue una exhalación estruendosa.
Taliyah se llevó una mano al interior del sobretodo mientras con la otra buscaba la honda. Había tres piedras en su bolsillo. Agarró una de ellas mientras, a su espalda, el crujido de la gravilla delataba el movimiento de quien la estaba acechando.
Dio media vuelta. Allí, avanzando con cautela sobre los afilados peñascos, había un gran león de las nieves.
Incluso apoyado en las cuatro patas, era más alto que ella y si se medía su envergadura de la cabeza a la cola, era dos veces más grande. Su cuello estaba cubierto por una densa melena de un blanco amarillento. La bestia le clavó los ojos. Soltó dos liebres muertas que llevaba en las fauces y se pasó la lengua por un reguero rojizo que resbalaba sobre un canino más grueso que el brazo de Taliyah.
Hasta hacía un instante, la vista desde lo alto del acantilado se le había antojado majestuosa. Ahora solo significaba que no tenía forma de escapar. Si intentaba huir, la atraparía en un mero instante. Tragó saliva, tratando de contener el pánico que le subía por la garganta. Puso una piedra en la honda y empezó a darle vueltas.
—Vete de aquí —dijo sin que las palabras delataran el terror que sentía por dentro.
El león se acercó un paso. La chica disparó la honda. El proyectil alcanzó a la fiera cerca de la melena, pero el pelaje absorbió la mayor parte del impacto. El animal respondió con un gruñido de desagrado, que Taliyah fue incapaz de distinguir del violento martilleo de su corazón en el pecho.
Puso otra piedra en la honda.
—¡Vamos! —gritó fingiendo coraje—. ¡He dicho que te vayas!
Volvió a disparar.
El rugido hambriento del depredador se hizo más fuerte. El pájaro del pino, al comprender que nada bueno podía salir de aquel encuentro, abandonó la rama de un salto y remontó el vuelo en una corriente de aire.
Sola, Taliyah buscó su última piedra en el bolsillo. Sus manos temblaban por culpa del frío y el pánico que la recorría. La piedra se le resbaló entre los dedos, cayó al suelo y se alejó rodando. Taliyah levantó la mirada. Con un balanceo sinuoso de la cabeza sobre los musculosos hombros, la fiera dio un nuevo paso hacia ella. La piedra estaba fuera de su alcance.
¿Recoges las piedras con las manos? El eco de las palabras del hombre resonó en su mente. Puede que hubiese otra forma. Estiró un brazo y extendió su voluntad hacia la piedra. La pequeña roca se estremeció, mientras un temblor recorría el suelo bajo los pies de Taliyah.
La rama que había a su lado aún se movía por el movimiento del ave. El pájaro no deposita su confianza en la rama sobre la que se posa. Las alternativas estaban claras: podía dejar que la duda la paralizara y la fiera acabase con ella o podía recurrir a su poder y luchar.
Taliyah, una muchacha nacida en un desierto lejano, más allá de las costas de la nevada Jonia, se aferró a la imagen del pájaro y la rama vacía. En aquel momento se olvidó de la muerte que se cernía sobre ella. La soledad que la atormentaba desapareció, reemplazada por el recuerdo de su última danza en las arenas. Sintió la presencia de su madre, de su padre, de Babajan... de la tribu entera a su alrededor. Con un susurro, les prometió que volvería a su lado cuando lograse dominar sus dones.
Miró a la fiera a los ojos. —He sacrificado demasiado como para dejar que me detengas.
A sus pies, la piedra empezó a combarse con lentitud. Taliyah se aferró a la calidez de aquel último abrazo y saltó.
Debajo de ella creció un estruendo más fuerte que el rugido de la bestia. El león intentó retroceder, pero ya era demasiado tarde. El suelo se abrió bajo sus gruesas zarpas y se transformó en un torrente de grava que se lo tragó junto con parte del acantilado.
Durante un instante fugaz, Taliyah permaneció suspendida sobre la tierra disuelta. La roca del suelo estaba deshecha en mil pedazos y ya no era lo bastante sólida como para ser controlada. Taliyah comprendió que no podría aferrarse a la destrucción para siempre. Comenzó a caer. Pero antes de que pudiera despedirse del mundo que se fracturaba a su alrededor, un poderoso viento la levantó. Unos dedos de acero la agarraron por el cuello del sobretodo.
—No sabía que ibas en serio con lo de destruir la montaña entera, gorrioncillo. —Con un gruñido, el hombre la levantó hasta un saliente que se acababa de formar—. Ahora entiendo por qué es tan llano tu desierto.
Una risotada se formó en el interior de Taliyah. Lo cierto es que se sentía aliviada por oír su voz condescendiente. Volvió la mirada hacia el abismo y se incorporó. Se limpió el polvo, recogió las liebres abandonadas por el león y regresó a la pequeña caverna con una vivacidad nueva en el paso.
V
Taliyah se mordió el labio inferior. Recorrió la posada con la mirada mientras se agitaba en el asiento, inquieta. Era ya bastante tarde y las mesas de madera tenían pocos parroquianos. Hacía mucho tiempo que no estaba en compañía de otros, y su maestro no contaba. Miró de reojo a su taciturno compañero, que había insistido en que les diesen la mesa del rincón más oscuro. En la expresión ceñuda que tenía desde que accediese a entrar en la posada a comer algo no había rastro alguno de camaradería.
Pero en cuanto se aseguró de que los demás presentes eran tan forasteros como él, se relajó un poco y se acomodó entre las sombras, con la espada pegada a la pared y la bebida en la mano. Ya sin otras distracciones, volvió a dirigirle toda su atención a Taliyah.
—Tienes que concentrarte —dijo—. No puedes vacilar.
Taliyah estudió las hojas que daban vueltas en el fondo de su taza. Aquel día, la lección no había sido fácil. Y no había ido bien. Habían terminado los dos cubiertos de polvo y piedra pulverizada.
—El peligro llega cuando te distraes —dijo él.
—Podría hacerle daño a alguien —respondió ella mientras miraba el nuevo rasgón que tenía su acompañante en el manto con el que se cubría el cuello.
Tampoco su propia ropa había salido bien parada. Bajó los ojos hacia la falda y el sobretodo nuevos. La mujer del tabernero se había apiadado de ella y le había regalado aquellas prendas, abandonadas por una clienta anterior. Tardaría en acostumbrarse a las mangas largas, propias de la moda jonia, pero lo cierto es que la tela era gruesa y resistente y estaba bien cosida. Había conservado su sencilla camisa, casi descolorida de tanto usarla, porque no estaba dispuesta a desprenderse del último recuerdo de su hogar.
—No se ha roto nada que no se pueda arreglar. El control es fruto de la práctica. Puedes hacer mucho más. No olvides que has mejorado.
—Pero... ¿Y si fallo? —preguntó.
El hombre desvió la mirada hacia la puerta de la taberna al oír que alguien la abría. Entró una pareja de mercaderes cubiertos por el polvo del camino. El posadero señaló las mesas vacías que había cerca de Taliyah y el hombre. El primero se dirigió hacia allí mientras el segundo esperaba a que le sirviesen las bebidas.
—Todo el mundo falla —dijo el compañero de Taliyah. Un destello de frustración recorrió su semblante, normalmente impasible—. El fallo es solo un momento en el tiempo. Si sigues avanzando, también eso quedará atrás.
Uno de los mercaderes se sentó en una mesa cercana y observó a Taliyah. Sus ojos pasaron del pálido lavanda de la camisa a los destellos de oro y piedra de su cabello.
—¿Vienes de Shurima, muchacha?
Taliyah hizo lo posible por ignorarlo. Reparó en la mirada protectora de su acompañante y respondió con una carcajada para quitarle hierro al asunto.
—En su día habría sido extraño —continuó el mercader.
La muchacha se miró las manos.
—Pero es más frecuente ahora que se ha alzado la ciudad perdida de vuestro pueblo.
Taliyah levantó la mirada. —¿Cómo?
—Y se dice también que el curso de ríos fluye en sentido contrario. —Hizo un ademán teatral en el aire, como para burlarse de los misterios de un pueblo lejano al que consideraba primitivo—. Y todo porque vuestro dios pájaro ha regresado de la tumba.
—Eso es lo de menos. Lo importante es que amenaza el comercio —dijo el segundo mercader, que acababa de llegar a la mesa—. Dicen que quiere reunir a su pueblo. Echa de menos a sus esclavos y demás.
—Menos mal que estás aquí y no allí, chica —añadió el otro.
El segundo apartó la mirada de su cerveza, consciente de pronto de la presencia del acompañante de Taliyah. —Me suena tu cara —dijo—. La he visto antes.
La puerta de la taberna volvió a abrirse. Entraron unos guardias y recorrieron la sala con la mirada. El del centro, a todas luces su jefe, reparó en la chica y su acompañante. Taliyah pudo sentir cómo se extendía un mudo temor por toda la estancia. Los parroquianos se levantaron y se encaminaron con rapidez a las salidas, incluidos los mercaderes.
El jefe de los guardias se acercó a ellos entre los vacíos banquillos y se detuvo a distancia de estocada de su mesa.
—Asesino —dijo.
VI
—Conque aquí era donde te escondías —dijo—. Disfruta de esa bebida. Será la última.
Taliyah se puso en pie al mismo tiempo que a su lado se oía el susurro de un acero desenvainado. Miró de reojo a su maestro y vio que observaba con desprecio a los guardias.
—Este hombre, Yasuo —le espetó el jefe con voz despectiva—, es culpable de haber asesinado al anciano de un pueblo. Merece la muerte por sus crímenes. Tenemos órdenes de ejecutarlo.
Uno de sus hombres levantó una ballesta cargada. Otro puso una flecha en un arco largo casi tan alto como la chica.
—¿Ejecutarme? —dijo Yasuo—. Os invito a intentarlo.
—¡Alto! —gritó Taliyah.
Pero antes de que la palabra hubiera abandonado sus labios, oyó el chasquido del mecanismo de la ballesta y el reverberante zumbido de la cuerda del arco. En el lapso de una fracción de segundo se levantó un viento arremolinado en el interior de la taberna. Brotó del hombre que había junto a ella y derribó los vasos y platos abandonados de las mesas. Alcanzó las flechas en el aire y las partió en dos. Los trozos cayeron al suelo con un traqueteo sordo.
Los guardias se abalanzaron sobre ellos con las espadas desenvainadas. Para mantenerlos a raya, Taliyah levantó un campo de piedras afiladas con una violenta explosión de rocas que atravesó el suelo.
Yasuo se deslizó entre los soldados atrapados en la sala. Los guardias levantaron las armas en un vano intento de detener la tormenta de acero que se había desatado a su alrededor, cuajada de relámpagos metálicos. Pero ya era tarde. La hoja de Yasuo revoloteó entre ellos dejando un remolino de trazos rojizos tras de sí. Cuando terminaron de caer todos los hombres que habían venido a buscarlo, Yasuo se detuvo al fin con la respiración entrecortada y feroz. Su mirada se encontró con la de Taliyah y se dispuso a decir algo.
Taliyah extendió una mano a modo de advertencia. Allí, tras él, se encontraba el capitán, con ojos febriles y una sonrisa salvaje. Sostenía la espada con ambas manos, para que no se le resbalase la empuñadura ensangrentada.
—¡Apártate de él! —Taliyah extendió el brazo hacia los guijarros planos del suelo de la taberna, que se levantaron en una violenta erupción que alzó al jefe en vilo.
Mientras su cuerpo ascendía, Yasuo salió a su encuentro y le rebanó el pecho con tres rápidos tajos de su frío acero. El cuerpo cayó al suelo y quedó inmóvil.
Desde el exterior llegaban más gritos. —Tenemos que irnos. Ya —dijo Yasuo. Miró a la chica—. Puedes hacerlo. No vaciles.
Taliyah asintió. El suelo empezó a temblar y la vibración se transmitió a las paredes y luego al techo de adobe. La chica trató de contener el poder que sentía crecer debajo de la taberna. Una imagen apareció en su cabeza. Su madre canturreaba con voz queda mientras dobladillaba el borde de un pedazo de tela con diestras puntadas. Sus manos se movían tan deprisa que eran casi invisibles.
La roca que había bajo la posada emergió de la superficie formando grandes arcos redondeados. Unas columnas de piedra se enroscaron alrededor del suelo como un oleaje rocoso. Taliyah sintió que la tierra se levantaba bajo sus pies y la llevaba a la noche oscura, seguida de cerca por el viento desatado que era Yasuo.
VII
Yasuo se volvió hacia la lejana taberna. Las redondas costuras de piedra habían cerrado el rasgón del camino, tornando imposible cualquier persecución. Les había proporcionado tiempo, pero el amanecer no tardaría en llegar, acompañado por nuevos hombres decididos a capturarlos. A capturarlo.
—Te conocían —dijo Taliyah con voz queda—. Yasuo. —Recalcó esta última palabra.
—No podemos quedarnos aquí.
—Querían matarte.
Yasuo exhaló un suspiro. —Mucha gente quiere matarme —dijo—. Y ahora, algunos de ellos también querrán matarte a ti. Por si sirve de algo, no cometí el crimen que decían.
—Lo sé.
El nombre que había usado con ella durante el viaje no era Yasuo, pero eso tampoco importaba. Nunca le había pedido que le hablase de su pasado. A decir verdad, lo único que le había pedido era ser enseñada. Observó a su mentor con una fe que parecía casi dolorosa para él. Puede que incluso más que si lo hubiera creído culpable. Yasuo dio media vuelta y comenzó a alejarse.
—¿Adónde vas? Shurima está al oeste —dijo Taliyah con tono de confusión.
Yasuo no se volvió hacia ella. —Mi sitio no está en Shurima. Ni el tuyo. Aún no. —Sus palabras eran frías y medidas, como si estuviera preparándose para la llegada de una tormenta.
—Ya oíste a esos mercaderes. La ciudad perdida se ha alzado de nuevo.
—Cuentos de viejas para asustar a la competencia y conseguir que suba el precio del lino de Shurima —respondió él.
—¿Y si fuera verdad que un dios viviente camina por las arenas? Tú no entiendes lo que significa eso. Reclamará lo que perdió. El pueblo que lo servía antaño, las tribus... —Sus palabras brotaban atropelladas, preñadas de tensión por las emociones de la velada.
Se había alejado de los suyos para protegerlos y ahora se encontraba en la otra punta del mundo cuando la necesitaban. Alargó el brazo hasta casi tocarlo, decidida a hacer lo que fuera necesario para que la escuchara, para que comprendiese.
—Esclavizará a mi familia. —Sus palabras resonaron en la roca que los rodeaba—. Debo protegerlos. ¿No lo entiendes?
Una bocanada de viento removió los guijarros del suelo y agitó el negro cabello de Yasuo alrededor de su cara.
—Protegerlos —dijo con un mero susurro—. ¿Acaso no se encarga de eso la Gran Tejedora? —Las palabras brotaron a través de sus dientes apretados. El hombre, su maestro, se volvió hacia su única pupila con una luz de furia en los negros y atormentados ojos que la sobresaltó. —Tu entrenamiento no ha concluido. Arriesgas la vida si vuelves con ellos.
Taliyah lo miró sin amilanarse.
—Merece la pena.
El viento se arremolinó a su alrededor, pero la chica era inamovible. Yasuo exhaló un prolongado suspiro y dirigió la mirada hacia el este. La luz del amanecer empezaba a insinuarse en medio de la noche negra. El turbulento viento terminó de aplacarse.
—Podrías venir conmigo —le ofreció Taliyah.
Las duras líneas de la mandíbula del hombre se relajaron. —Dicen que el aguardiente del desierto es bastante bueno —respondió. Una suave brisa meció el cabello de su pupila. Entonces el momento pasó, reemplazado de nuevo por el recuerdo del dolor—. Pero mi labor no ha terminado en Jonia.
Taliyah lo estudió con detenimiento y luego se llevó una mano a la camisa, arrancó un largo hilo de lana suelta y se lo ofreció. Yasuo lo miró con suspicacia.
—Mi pueblo expresa así su gratitud —le explicó Taliyah—. Dan una parte de sí mismos para que los recuerden.
El hombre dirigió una mirada casi temerosa al hilo antes de usarlo para recogerse el cabello. Sopesó con cuidado sus siguientes palabras:
—Continúa este camino hasta llegar a un valle con un río, y sigue el río hasta el mar —dijo señalando una vereda de animales—. Encontrarás allí una pescadora solitaria. Dile que deseas viajar a Freljord. Dale esto.
Sacó una semilla de arce seca de una bolsa de cuero que llevaba al cinto y se la puso en la mano.
—En el Helado Norte hay un pueblo que se resiste al poder de Noxus. Puede que te ayuden a llegar hasta las arenas.
—¿Qué hay en ese... Freljord? —preguntó ella, paladeando la última palabra.
—Hielo —respondió Yasuo—. Y roca —añadió con un guiño.
Taliyah respondió con una sonrisa.
—Viajarás rápidamente con las montañas debajo. Usa tu poder. Creación. Destrucción. Abrázalo. Todo él. Tus alas te han llevado muy lejos —añadió—. Puede que te lleven incluso a casa.
Taliyah se quedó mirando el camino que bajaba al valle. Confiaba en que su tribu estuviera a salvo. Puede que el peligro fuera cosa de su imaginación. Si la veían en ese momento, ¿qué pensarían? ¿La reconocerían? Babajan siempre decía que sean cuales sean el color o el grosor de la hebra que se mete en la rueca, la lana siempre conserva algo de lo que era al empezar. Este pensamiento la reconfortó.
—Confío en que encuentres el equilibrio. Cuídate, gorrioncillo.
Taliyah se volvió hacia su compañero, pero ya había desaparecido. El único indicio de su paso eran unas briznas de hierba que se mecían bajo la brisa de la mañana.
—Estoy segura de que la Gran Tejedora también tiene un plan para ti —dijo.
Se guardó con cuidado la semilla de arce en el sobretodo y se alejó por la senda en dirección al valle, caminando sobre la piedra que salía al paso de sus botas.