Una breve crónica de un curro que tuve el año pasado.
Yo ya sabía que ella estaba forrada. No había más que verla. Rezumaba dinero. Su apartamento costero, el imperio empresarial de su padre, su coche, sus viajes.
Ese verano estuve trabajando en una empresa de mundanzas. En cada camión ibamos tres tios. El conductor( un gordo perezoso), un peón cuasi-analfabeto y yo, un pretencioso de la cultura y la filosofia, pobre e inexperimentado.
Ella habia ido por la oficina para contratar el servicio y yo la vi y me sentí muy atraido por ella, la observé con toda delectación; ella ni me miró. Al cabo de unos días mi cuadrilla recibió el trabajo y fuimos hasta la casa de sus padres, en un residencial con jardines y garita de seguridad, para cargar todas sus pertenencias. Decenas de cajas de ropa, zapatos, alguna de libros, sobre todo de moda y de boberias del neuromarketing, del coaching y otras sandeces new age, tecno-zen.
Hacía mucho calor y yo atravesaba un periodo gris que se teñia de negro demasiado deprisa. Total, en septiembre me echarían a la calle, ochocientos euros al mes y toda la rabía, lo mejor era tratar de disfrutar de las pequeñas cosas que ofreciese el verano.
Llevamos todas sus pertenencias y comenzamos a cargarlas. El ascensor estaba fuera de servicio, así que hubo que subir las cajas hasta el sexto piso en el que se hallaba su apartamento. Suelo de marmol, parquet, un vestidor inmenso, ventanas de suelo a techo, y 130 m2 para una joven de 23 años.
Se sentó en un sofa de cuero y se puso a trastear con la blackberry, con el portatil y a escuchar a Lana del Rey. De vez en cuando recibía una llamada y reía histrionicamente, o hacía fotos de su nueva casa. Abrió una botellita de champán y se refrescó.
De todas las casas que visité en esos tres meses en la que peor me trataton me ofrecieron toda el agua que pude beber, café e incluso algo de comida. Pero ella no nos miraba, y se limitaba a darnos algunas indicaciones de dónde queria las cosas.
Casi todo el trabajo lo hacía yo porque el conductor era cuñado del jefe y ese día tenía lumbago. El cuasi-analfabeto se las ingeniaba para que su trabajo se viese entorpercido por cientos de contratiempos absurdos y yo tenía ganas de acabar de una vez. La mayor parte del tiempo estuve solo con ella. En una de esas se acercó sonriente y pensé, ya está, mis ojos verdes y mi pelo rubio, y mi sudor, han hecho mella en ella y quiere intimar. Nada de eso, todo lo que me dijo fue que cuanto pensaba tardar porque vendría su novio y unos amigos. La muy zorra quería que yo le colocase todo en los armarios. Le dije que acabaríamos rápido, que haciamos lo que podiamos con 35º y sin ascensor. Si hubiera sido un tío el que me hubiese hablado asi, hubiera sopesado el tiempo de contrato que me restaba en la empresa y las consecuencias de calzarle una hostia y se hubiera inclinado la balanza, sin dudas, hacía la opción de romperle la cara. Pero ella me gustaba.
Siguió bebiendo champán mientras yo cargaba cajas y me pareció ver a mis compañeros de reparto dandose un chapuzón en la playa, no quise indagar más, de todas formas no había rastro de ellos.
Me quedaban dos cajas, las más pesadas. Libros, pero libros de mierda. Cuando cargué la penúltima caja noté que estaba mal embalada, pesaba casi veinte kilos y apechugué con ella mientras se me iba rompiendo. Era la una de la tarde y a mi me iba a dar un vahído.
Entré en su piso y la caja se deslomó, cayendose por los suelos todos su volumenes de moda. Hijo de puta me llamó, ten cuidado que son caros, incompetente de mierda.
Mi padre me dijo una vez, el muy cabrón, que la blanda respuesta aplacaba la ira. ¿Y si yo no quería que la ira se suavizara? Disculpe, señorita, fue todo lo que le dije. Está llenando de sudor toda la estancia, añadió. Lo siento, tendré cuidado.
Un mercedes cruzó la calle cuando ya arrastraba la última caja, en la que pude ver asomados libros de Paulo Coelho. Eso fue bastante satisfacción para mi, pensé: estos ricos de mierda no tienen ni idea, poseen una cabeza vacía, el alma ausente y su propio éxito los tiene como a los esclavos de la caverna platónica. Me reconforté un poco, podría follarme a su novio, a su familia y a todo su circulo con las cosas que había leido hasta la fecha. El conocimiento, la sabiduría me vindicaban ante la high class.
Entonces comprobé que el ascensor si que funcionaba, pero se necesitaba una clave que la jovencita no nos había proporcionado. Contemplé a un guaperas emperifollado utilizandolo, quien ni siquiera me preguntó si quería subir; y supe, como siempre he sabido todo, que era el novio de la chica.
Alcancé el sexto piso. Entré cargado como un burro y los novios me miraron con displicencia y condescendencia. El novio se me puso gallito, que su chica le había dicho el pésimo servicio que habiamos hecho. Que era un pringado de mierda. No dije nada. Coloqué la pesada caja junto a las otras y le entregué a la chica la documentación a firmar, para irnos de allí. Dijo que primero quería llamar a la empresa, para quejarse. Entonces le respondí: ¿No está todo en su sitio? ¿Se ha roto algo? Chitón, dijo el guaperas, mandandome a callar. El notas era el tipico adonis de gimnasio con musculos hinchados de creatina. Pero yo pesaba diez kilos más que él y me jugaba los cojones a que no me aguantaría una torta. La balanza se estaba inclinando. Me ardía.
Comunica, dijo la chica, en la empresa no lo cogen. Nada, nada, que espere que para eso pagamos a los peones.
Al poco volvió a llamar y comenzó una perorata en la que la jovencita no hacia más que despotricar de mi. Me preguntó mi nombre, para darselo a la administrativa de la empresa. Como no le respondía el novio se puso farruco.
Entonces sonó la campana dentro de mi. Corrí hasta el telefono de la chica y lo lancé por la ventana, el novio se puso chulo a la manera barata de los pijos y me acerqué a él, lo agarre por el cuello y lo empotré contra la pared. Pensé que me iba a pegar, pero le entró canguelo y me pidió casi llorando que no le hiciera nada. La novia se puso histérica y le grité que o se callaba o le mataba al novio. Me hice con la situación y le ofrecí, otra vez, los documentos para que los firmara. No tardó ni un segundo.
Me iba, pletórico y en el paroxismo del orgullo, cuando me giré y le dije al nota: si te vuelvo a ver no te salva nadie. Hijo de puta.
Bajé hasta el camión y alli estaban mis compañeros, humedecidos por el reciente baño. Nos fuimos. Al día siguiente me echaron de la empresa.