UN DÍA MÁS Y UNA NOCHE MENOS
Soy de los que piensan que el tiempo me come, mientras yo permanezco hambriento de vida. Todo se me pasa como muy fugaz. Apenas, sin darme cuenta, ya estoy en el día siguiente. Salvo ayer que quise radiografiar lo vivido, en un día cualquiera. Al final terminé rendido de tantas idas y venidas, vueltas y revueltas. Para empezar, inicié la jornada, con un desayuno ligero y un montón de periódicos, muy gordos, sobre todo de revistas y regalos. Las noticias son más bien poco esperanzadoras. Todo hay que decirlo, en este mundo de ¡aysss...!. Es el efecto esponja. Recogen los aires del humano, donde cohabita una atmósfera de egoísmo total y muy poco amor. Un titular, de tantos, nos fundamenta el hecho: “Un marido acaba de cepillarse a su esposa; y se queda tan contento, como si nada hubiese ocurrido”. Esta sociedad, que aparte de ser violenta, es más represiva (todo lo solventa con la prisión), que creadora de un clima favorable a la reinserción social y a la prevención, se afana en empapelarse de leyes, como solución para todo, cuestión que en vez de educarnos nos pone de dientes, o en vez de darnos seguridad, nos decepciona, al ser incapaz la justicia de juzgar y hacer ejecutar lo juzgado.
Posteriormente acudí a la oficina donde trabajo. Como siempre sufrí los atascos habituales. Es el precio que hay que pagar por vivir en el extrarradio. Un canon que debe llevar como acompañamiento, la paciencia del Santo Job. Al político de turno le importa un pimiento que no funcione el servicio público. O es un incapaz para tomar medidas. Se corren la bola de unos a otros. Siempre es cuestión de competencias. Cuando lo suyo es de una incompetencia total. Para más Inri, casi siempre a la hora de máxima afluencia, hay una merma de carriles en la autovía, en ocasiones incomprensiblemente, puesto que nadie lo ocupa en trabajo alguno. Esta fiebre de los embotellamientos se da en toda España a juzgar por las conexiones radiofónicas con la Dirección General de Tráfico. Siempre son los mismos puntos y en los mismos lugares. ¡Vaya cruz! Atrás queda el tiempo en que los conductores se ayudaban unos a otros, la carretera ya no es una expresión de fraternidad, más bien todo lo contrario, de agresividad continua, prepotente y violenta. La afabilidad, el respeto de los derechos y deberes y la prudencia, se han cambiado por cortes de manga, pitadas, deslumbramientos y griteríos. Urge, desde luego, sensibilizar sobre el uso al volante, que a mi juicio no pasa por aumentar las penas, sino por acentuar campañas educativas y de reciclaje, empezando desde la edad escolar.
Ya en el almuerzo, que lo hago en un restaurante cercano a la oficina para huir de la penuria del tráfico, tuve que soportar los cotilleos de una cadena de televisión, donde los seres humanos se venden por unas migajas, son simples unidades de consumo, grupos rivales de interés, de los que se obtiene un rendimiento, incrementar el número de bebedores adictos a estos programas, que fomentan de todo, menos la educación y el buen estilo. Son espacios de auténtica mercadería humana, sin vida interior alguna, donde todo vale con tal de aumentar el número de seguidores.
Tras finalizar la jornada de trabajo, se me ocurre pasarme por unos grandes almacenes para realizar unas compras de víveres. Más colas. Había olvidado que han comenzado las rebajas. Durante las fiestas de Navidad hemos tenido ofertas tentadoras y ahora, en enero, los saldos y gangas de toda la vida. ¡Toma cuesta!. Me doy cuenta que una de las cosas que yo compré para la Navidad, está a mitad de precio. El cabreo que tomo, lo pueden suponer. ¡Tenía que haber esperado! –me digo a mí mismo. Una señorita de cierto aspecto estrafalario, que está soportando la misma cola que yo, advierte mi enfado, y toma partido: “No se preocupe, son tallas sueltas, y seguro que no había la suya”. Su afirmación, instintivamente, me obliga a mirarme y a mirarla, no precisamente con cara de muy buenos amigos. “¿Es que me ve usted demasiado gordo?” –le digo. De inmediato me contesta, con una sonrisa entre angelical e inocente: “No se enfade buen hombre, está usted como todos los españoles”. La vuelvo a remirar, y pienso, que su acento no es de aquí, después que me doy cuenta: “¿Quizás usted no es española?”. Su réplica no se hace esperar. “Ya quisiera, ser ciudadana española. He llegado en una patera, y estoy dispuesta a todo, a trabajar de lo que sea, a casarme con un hombre como usted, con tal de no regresar nunca más a mi país”. De pronto me doy cuenta de su cara de sufrimiento y de sus deseos de vivir como una española más. Me comenta que se encuentra sin papeles, sin techo y sin esperanza, y que por eso había optado esta tarde, ya casi noche, por gastarse todos los ahorros en ropa, para cambiar de imagen, harta de tantos desprecios y ofensas. “Según te ven el fajo, así te trato” –me remata.
Ya de regreso, en casa, en esas horas últimas anteriores a coger el sueño, en la que uno hace reflexión sobre la jornada vivida, me vuelvo a recordar de la señorita de los grandes almacenes, de su dramática odisea, y de tantos inmigrantes que, como ella, duermen entre cartones, esperando una luz que les cambie sus vidas. O unas palabras de acogida. Bien pudieran servir como espacios de encuentro las casas de cultura, esas que existen en todos los pueblos, a veces más inactivas que activas, o más de propaganda política que de servicio a la ciudadanía. Necesitamos reencontrarnos, hallarnos juntos, para vencer toda tendencia a encerrarnos en nosotros mismos y transformar el egoísmo en generosidad, el temor en apertura y el rechazo en solidaridad. Puede ser un buen propósito de enmienda, al inicio del año. Conocerse mejor uno mismo y conocer mejor a los demás, para compartir los recursos de los unos y de los otros. Sería un día más para todos, pero también una noche menos para los que sólo tienen noches. Precisamos- conducirnos más en valores y menos en cosas, dejar tribunas que avasallan a los más débiles, poner en entredicho figurines que aparentan ser más que los demás, y no caer en los malos modales, aunque los aires pinten bastos. Es un consejo que a mí mismo me aconsejo.
Víctor Corcoba Herrero
-Escritor-