Fuente: Libre Mercado
Este ensayo de Alberto Recarte, que se publicará en tres entregas, analiza la evolución de la economía española desde el punto de vista del empleo desde 1974, momento en el que comenzamos a sufrir los efectos de la primera subida de los precios del petróleo y vísperas del comienzo del proceso de democratización, hasta 2011.
Por si hubiera alguna duda sobre cuál es el principal problema de la economía española, la Encuesta de Población Activa correspondiente al primer trimestre de 2011 la ha despejado.
El número de ocupados en España es de 18,1 millones y el de parados de 4,9 millones, un 21,3% de la población activa. La peor noticia es que confirma las dificultades de la economía española para crear empleo, un rasgo que nos caracteriza desde 1974. Desde ese año, en el que trabajaban 13,4 millones de personas, hasta hoy, el número de ocupados ha aumentado en 4,7 millones. De estos, el de los que están ocupados directamente en las distintas Administraciones Públicas, en la sanidad, en la educación y en los servicios sociales suponen, en total, 2,7 millones. Así pues, en 37 años, desde 1974 a 2011, la economía española sólo ha creado 2 millones de puestos de trabajo privados; un promedio de 58.000 empleos al año. Mientras, la población ha pasado de 34 a 47 millones de personas.
«En 37 años, desde 1974 a 2011, la economía española sólo ha creado 2 millones de puestos de trabajo privados.»
El crecimiento de la economía española a partir de 1998, año en el que nos integramos en el euro, creó hasta 2,4 millones de empleos más y atrajo a 6 millones de inmigrantes, casi 5 millones de ellos trabajadores. Un empleo centrado en el sector de la construcción y en los servicios e industrias dependientes del mismo. El estallido de la burbuja crediticia e inmobiliaria nos devuelve a donde estábamos anteriormente, aunque con casi 5 millones de parados en lugar de los 3 millones de 1998 y con una población de 47 millones en lugar de 40 millones; y ello al margen del endeudamiento nacional, las dificultades del sistema financiero y el sobredimensionamiento de las Administraciones Públicas.
En las páginas que siguen se intenta analizar la evolución de la economía española desde el punto de vista del empleo, entre 1974, momento en el que comenzamos a sufrir los efectos de la primera subida de los precios del petróleo y vísperas del comienzo del proceso de democratización, y 2011. Se termina analizando cuál podría ser la evolución del paro y el empleo en función de qué ocurra con el euro, de si se hacen ?y cómo? las reformas y de la evolución demográfica. Un panorama complicado, porque España parece que vuelve por donde solía: a crecer muy poco, sin crear empleo y sin la posibilidad de que el sector público siga aumentando de tamaño.
Desde 1974 hasta 1998 el empleo creció en España en sólo 1,8 millones de personas, al aumentar desde los 13,4 millones a los 15 millones de ocupados. De ese crecimiento, 1,3 millones se produjo en el sector público y sólo 0,3 millones en el sector privado. Por tanto, en tasa anual, en ese periodo de 24 años, el aumento del empleo fue de 45.000 personas. El desempleo, por su parte, pasó de menos de 500.000 personas ?un auténtico paro friccional? a 3 millones, alrededor del 18% de la población activa. En ese mismo periodo de 24 años, la población española pasó de 34 a 40 millones de personas.
Fueron, en su conjunto, años muy difíciles, en los que en el mercado de trabajo se acumularon los problemas. En esos años ?años de estancamiento económico, excepto por el periodo 86-90 y el de 1994 a 1998?, el aumento de la demanda de empleo se produjo por la confluencia de una serie de factores:
Reducción de la mano de obra en la agricultura, desde el 15% de la población activa hasta el 8% de 1998; desde alrededor de 3 millones de personas hasta los 1,1 millones en 1998.
La reconversión industrial, que se tradujo en la práctica en la desaparición de algunos sectores, como el de la siderurgia, el naval y el de la minería.
La llegada al mercado de trabajo de generaciones de españoles cada vez más numerosas. En 1974 se registró el máximo de nacimientos, 682.000, frente a alrededor de 300.000 fallecimientos. A partir de ese año los nacimientos fueron descendiendo hasta estabilizarse entre 380.000 y 400.000 personas ?una cifra que se ha mantenido bastante estable en los últimos 25 años?, mientras los fallecimientos han crecido hasta los 400.000, de tal forma que la población natural comenzó a crecer cada vez menos hasta casi no hacerlo a partir de 1990.
En los 24 años transcurridos entre 1974 y 1998, sólo en dos fases la economía española ha crecido creando empleo. La primera, entre 1986 y 1990, una recuperación apoyada en devaluaciones previas, en las reformas de la Ley Boyer, y, sobre todo, en la reducción del precio del petróleo: se recuperó actividad, pero sobre todo la del sector de la construcción. El empleo creció en 1 millón de personas, pero la expansión no duró por los excesos salariales, impulsados por unos sindicatos que querían reivindicar más de 15 años de pérdidas previas de empleo, y por el gasto público excesivo, que se tradujo en grandes déficits que no eran sostenibles. En los años siguientes, hasta 1994, se pierde todo el empleo creado en los años anteriores. En 1994, sólo trabajaban 12 millones de personas ?1,4 millones menos que en 1974?, mientras la población había crecido en 6 millones de personas. La población activa era de 17 millones de personas.
La tasa de paro llegó ese año al 24,5% y los parados alcanzaron la cifra de 4.165.000.
Veinte años después de que comenzara la primera crisis del petróleo, que junto a las dificultades políticas de la transición desencuadernaron la estructura económica española, era evidente que nuestros sucesivos gobiernos no eran capaces de idear y aplicar una política económica que permitiera absorber la mano de obra que abandonaba la agricultura, la que se quedó sin trabajo al desaparecer los sectores industriales que habían impulsado el crecimiento español en los años finales del franquismo y la que aportaban las generaciones más numerosas de la historia demográfica española que, terminados sus estudios elementales, medios, profesionales o universitarios, llegaban al mercado de trabajo.
¿Qué hacer? ¿Qué política económica podía aplicarse para intentar absorber esa masa de parados? En el pasado, durante el franquismo, se había intentado proteger a las empresas de la competencia exterior e impulsar con dinero público, incentivos y regulaciones, la inversión en las industrias que parecían tener más futuro. Durante un tiempo esa política pareció funcionar, aunque la imposibilidad de ofrecer trabajos alternativos a los millones de personas que abandonaban el sector agrario se había resuelto sobre todo con emigración.
A partir de 1986, cuando España se integra en la Unión Europea, se limita la capacidad de intervención pública para incentivar la instalación de empresas. La libre circulación de bienes, servicios, capitales y personas se completó con la prohibición de conceder ayudas públicas a las empresas, porque falsearían la libre competencia. Muchos de los países miembros de la Unión Europea no temían a esa competencia.
Alemania tenía empresas grandes, tecnología avanzada, marcas, marketing, redes comerciales internacionales, una población muy bien formada y acuerdos de estado entre los sucesivos gobiernos, los empresarios y los sindicatos, que se traducían en la defensa de la competitividad de las empresas alemanas.
Francia tenía un esquema parecido, pero con menos empresas tecnológicamente avanzadas. Sus carencias las resolvía con una política intervencionista y proteccionista, disimulada en reglamentos y en la operativa del antiguo Mercado Común y su mercado nacional era lo suficientemente grande como para mantener una estructura productiva mucho menos competitiva que la de Alemania.
Italia estaba ya dividida entre un norte industrial y un sur subvencionado, agrario, incapaz de escapar a la coacción de la mafia y a la corrupción de su clase política. Pero el norte tenía tecnología, capacidad de innovación y, nuevamente, una tradición de ignorar las regulaciones de todo tipo, europeas o nacionales, que les permitían la supervivencia. Y un mercado interior suficientemente grande como para que las economías de escala de las mejores empresas pudieran compensar sus limitaciones de competitividad exterior.
El Reino Unido, además de incorporarse tardíamente a la Unión Europea, tenía sus propias tradiciones, sus lazos con Estados Unidos, su status de centro financiero internacional y su lengua era, y es, la auténtica lengua común de nuestro tiempo. Por no hablar de su fortaleza jurídica y el respeto a la legalidad.
La situación española era mucho más complicada: una población muy inferior, con una densidad reducida, con problemas de comunicación; una industria nacional que vivía de la tecnología exterior, de un mercado protegido, una financiación privilegiada y ayudas fiscales; una industria de ese tipo y una agricultura atrasada determinaban unos precios altos en relación con los del extranjero y una pérdida de competitividad que había que corregir con devaluaciones, cuando el déficit del sector exterior se hacía imposible de financiar.
Los gobiernos españoles, a partir de 1959 y hasta que se completó nuestra integración en la Unión Europea en 1990-1992, conscientes de esa situación, buscaron permanentemente inversiones extranjeras para crear tejido industrial y mejorar el existente. Sin inversión extranjera la transformación de la economía española habría sido mucho más lenta y difícil. Una España económica, integrada totalmente en la Unión Europea, sin ayudas de Estado a la exportación ni subvenciones públicas arbitrarias era más sensible a la falta de competitividad exterior que el resto de los grandes países europeos a los que se ha hecho referencia. Con una industria de empresas mayoritariamente pequeñas, sin investigación propia, sin tamaño suficiente para disfrutar de economías de escala, sólo se podía mantener el empleo si los salarios y el resto de las condiciones que influyen en la productividad fueran tan favorables que les permitieran competir con las empresas del exterior o lograr integrarse, por venta o acuerdos comerciales, con las grandes multinacionales extranjeras.
Si la política económica era tal que la economía española dejaba de ser competitiva, la inversión extranjera y sus efectos beneficiosos sobre todo el tejido industrial se paralizarían. El Gobierno español, al integrarse en la Unión Europea, debería haber sido consciente de que sólo podríamos crecer si, para un extranjero, fuéramos claramente competitivos. Lo que significaba una política económica que minimizara la inflación, que equilibrara las cuentas públicas y que hiciera las inversiones imprescindibles en infraestructuras; junto con la garantía de seguridad jurídica y una mano de obra bien cualificada y formada y, por supuesto, una legislación laboral y unos sindicatos que tuvieran entre sus objetivos el de garantizar un mínimo de rentabilidad en las empresas, además de evitar la tentación de convertirse en un gobierno económico paralelo. Y lo dicho respecto a la industria había que aplicarlo, igualmente, a la agricultura y a los servicios.
Ser competitivos en una Unión Europea sin las ventajas de tamaño, capital humano y físico acumulados por las empresas de los otros países europeos más desarrollados, sin tecnología propia, marcas ni organización comercial internacional, era una tarea titánica. Sobre todo porque ni los gobiernos democráticos, ni la oposición democrática, ni los sindicatos, ni la patronal, eran conscientes de que integrarse sin protección exterior y apoyos gubernamentales internos era una tarea de Estado.
Quizá era demasiado pedir que unos partidos sin experiencia democrática y unos sindicatos herederos de los sindicatos verticales del franquismo pudieran hacer, en apenas diez años, una transición a la libertad y, simultáneamente, a la renuncia a una parte importante de esa libertad para llegar a acuerdos de estado que garantizaran la competitividad de nuestra economía. Una transformación de ese tipo requiere tiempo, experiencias y fracasos para saber cuáles son los límites de la libertad y hasta dónde debía llegar la responsabilidad. Si a esa situación agregamos los nacionalismos en las regiones más desarrolladas, el resultado fue una evolución económica irregular, con políticas económicas muy cambiantes que sólo se ocuparon de la competitividad y el empleo cuando la situación era desesperada.
Durante muchos años, a partir de 1979, cuando ya se habían celebrado dos elecciones generales democráticas y aún más tras la firma de la integración en la Unión Europea en 1985 y con un desempleo consolidado en torno al 20% de la población activa, los principales economistas españoles pronosticaron que el desempleo sólo descendería a niveles europeos ?en torno al 5% la población activa? cuando transcurrieran, al menos, veinte años. No había una gran ciencia detrás: era un cálculo hecho sobre la base del final de la modernización de la agricultura y la consiguiente pérdida de empleo en el sector, sobre la de la desaparición de la emigración como salida aceptable y sobre la de la incorporación al mercado de trabajo de sucesivas, y cada vez menores, cohortes de jóvenes españoles.
En 1986, año en el que nos integramos en la Unión Europea, sólo nacieron 400.000 españoles, 282.000 menos que en 1974. Con esa evolución demográfica y un pesimismo que tenía sólidas bases ?pues era ya evidente la irresponsabilidad de los partidos políticos y de los sindicatos?, estaba claro que sólo la demografía de una población que envejecía rápidamente podía resolver el paro. La política económica del PSOE de Felipe González fue todavía peor de lo que muchos se temían. Sólo la imposibilidad de financiar la deuda pública animó, finalmente, a sus últimos gobiernos a hacer algunas reformas en el mercado de trabajo y en el sistema de protección social.
Una vez más se demostró la dificultad de controlar el gasto público cuando los desempleados eran muy numerosos. Los déficits públicos se monetizaron hasta mediados de los ochenta, lo que se traducía en una presión alcista sobre los precios. A las subidas de precios reaccionaron los sindicatos con una política muy agresiva, defendiendo, en exclusiva, a los que tenían un empleo fijo. Por si fuera poco, esa situación se complicó todavía más con la política monetaria de Carlos Solchaga, ministro de economía desde 1986, y del Banco de España, dirigido por Ángel Rojo.
«Los últimos gobiernos de Felipe González fueron incapaces de controlar el gasto público y los sindicatos se hicieron más fuertes.»
Ambos decidieron que la manera de domar a los sindicatos y de obligar a la sociedad española a aceptar la disciplina de los mercados, que castigaba las pérdidas de competitividad de cualquier país con la exigencia de elevados tipos de interés para financiar y refinanciar la deuda, era doblar esa exigencia internacional con otra artificial. Ambos optaron por revalorizar artificialmente el tipo de cambio de la peseta mediante una política de altísimos tipos de interés, y por integrar a la peseta en el Sistema Monetario Europeo, el primer intento de moneda única europea. En vista de que la disciplina interna no funcionaba, porque el Gobierno incurría en grandes déficits y porque los sindicatos exigían aumentos salariales por encima de la productividad, optaron por la disciplina externa, por la que imponía el primer intento de introducir el euro.
Nada funcionó. Internamente, los últimos gobiernos de Felipe González fueron incapaces de controlar el gasto público y los sindicatos se hicieron más fuertes, provocando la pérdida de competitividad de nuestra economía y de la mayoría de las empresas, que no podían seguir exportado ni podían defenderse de los bienes importados de otros países. Externamente, tampoco se pudo mantener ese primer intento de unión monetaria europea. En los siguientes dos años, entre 1992 y 1994, sufrieron grandes devaluaciones países como el Reino Unido, Italia, España o Portugal. En lo nacional, España registró grandes déficits públicos desde 1992 a 1996 que llevaron la deuda pública hasta el 68% del PIB de ese año, mientras el empleo volvía a descender a 12 millones de ocupados y los parados sumaban 4.165.000 personas en 1994.
El estallido del Sistema Monetario Europeo puso punto final a la política económica de altos tipos de interés y a la sobrevaloración del tipo de cambio que intentaron en España Solchaga y Rojo para educar y castigar a los sindicatos. Todos pagamos ese absurdo intento. Después de cuatro devaluaciones y un paro que alcanzó el 24,5%, los gobiernos españoles, primero los del PSOE y después los del PP de Aznar, hicieron algunas reformas. Los del PSOE, para poner límites y poder pagar al generoso sistema de protección del desempleo y de pensiones de los jubilados. Los del PP ?que se encontraron con una economía muy competitiva tras cuatro devaluaciones, la última en 1995? hicieron hincapié en el control del gasto público y de la inflación y en privatizar la mayoría de las grandes empresas públicas, tanto para reducir la deuda pública como para privar de apoyo a los sindicatos mayoritarios, la UGT y CCOO.
Desde 1994 a 1998, dos años de gobierno del PSOE y dos del PP, los partidos políticos españoles parecían haberse dado cuenta de que la única manera de crecer y de evitar el desempleo eran políticas económicas que garantizaran la estabilidad presupuestaria, el control de la inflación y que impidieran la excesiva influencia sindical en la política nacional. Una economía totalmente abierta al exterior, con escasa productividad y un elevadísimo desempleo sólo podía crecer con precios y salarios más bajos que los de nuestros competidores extranjeros, lo que requería políticas muy austeras en gasto público total y en políticas salariales: no ilimitadamente, sólo hasta que un sistema educativo mejor permitiera una formación media mucho más elevada y hasta que universidades, agencia de investigación, empresas y al apoyo de los presupuestos facilitaran la investigación y el desarrollo.
«La crisis de 1992-1994 evidenció, una vez más, que los enemigos de la modernización de la economía española eran la regulación del mercado de trabajo y los sindicatos.»
La crisis de 1992-1994 evidenció, una vez más, que los enemigos de la modernización de la economía española eran la regulación del mercado de trabajo y los sindicatos. Una lección que aprendió el PSOE de Felipe González a partir de 1986, cuando comenzó un periodo de prosperidad que duró, estadísticamente, hasta 1991, pero que fracasó cuando la huelga general de 1988 doblegó al Gobierno, que comenzó a gastar lo que no tenía para recuperar el favor de sus votantes.
Los dos primeros años de Gobierno de Aznar, entre 1996 y 1998, fueron ejemplares. Se recortó el gasto público, se congelaron los sueldos de los funcionarios, se redujeron las inversiones, se controló la inflación y se privatizaron totalmente la mayoría de las grandes empresas públicas, que eran una de las bases del poder sindical. Esas decisiones, junto con el impulso del sector exterior espoleado por las cuatro devaluaciones que, en conjunto, alcanzaron el 50% frente al marco alemán y al franco francés, permitieron que la economía española creciera sin tensiones inflacionistas y creando empleo.
A finales de 1998 el paro había pasado del 24,5% de 1994 al 18,2% de la población activa. Se crecía sin endeudamiento exterior y con un sector público que reducía rápidamente el déficit desde el 7% del último año del Gobierno de Felipe González. Todo ese conjunto de acontecimientos y medidas previas resultaron en un crecimiento no inflacionario, en el que se creó empleo en todos los sectores económicos, incluso en el industrial y en los servicios diferentes de las Administraciones Públicas.
En 1998 comienza, de hecho, un nuevo ciclo, impulsado por la sustitución de la peseta por el euro. Desde 1998 hasta 2007, el punto más alto del ciclo alcista impulsado sobre todo por el euro y sus bajos tipos de interés, el empleo creció en 5,5 millones de personas. Aumentó desde casi los 15 millones de 1998 hasta los 20,5 millones del último trimestre de 2007. Un aumento de más de 610.000 personas al año.
De esos 5,5 millones de nuevos empleos, 1,4 millones se crearon en el sector de la construcción y en el inmobiliario. Es posible que en los sectores industriales dependientes de la construcción, como el de producción de cerámica, cemento, otros productos minerales no metálicos y muebles, lámparas o electrodomésticos, se crearan alrededor de 400.000 puestos de trabajo. En el sector de servicios es más complicado este cálculo, pero entre transporte terrestre, hostelería, saneamientos y servicios a las empresas se pudieron crear otros 500.000 puestos de trabajo. En el conjunto de las Administraciones Públicas y en el sector de prestación de servicios sociales, el empleo aumentó en 1,2 millones de personas. El resto, alrededor de 2 millones, estuvo ligado a las necesidades de bienes y servicios corrientes de una población que había aumentado desde los 40 millones a los 45 millones de habitantes en apenas 7 años.
«La mayor parte de la creación de empleo público en este periodo se hace por las autonomías.»
La mayor parte de la creación de empleo público en este periodo se hace por las autonomías. En la administración central ocurre un doble fenómeno: por una parte se reducen el número de sus empleados, tanto por la transferencia de competencias a las autonomías como por la privatización de empresas públicas; por otra, se hacen nuevas contrataciones, si bien cuantitativamente es un fenómeno marginal entre 1974 y 2004, y más acusado a partir de ese año hasta 2011. En la administración local también crece el empleo, pero sus dificultades de financiación impiden los excesos. La gran revolución ocurre en la administración autonómica, que crece por la transferencia de competencias de la administración central, por nuevas contrataciones y por el desarrollo de un nuevo complejo de entes y empresas públicas. Al igual que ocurre en la administración central, ese crecimiento se desboca a partir de 2004, con el Gobierno de Rodríguez Zapatero. El crecimiento del empleo público, directo e indirecto, es más intenso en autonomías con un alto índice de paro, como Andalucía y Extremadura.
Lo que se mantiene, aún a pesar del aumento del empleo total en estos años, son las diferencias en el paro entre el norte y el sur de España. El paro en Castilla-La Mancha, Extremadura, Andalucía y Canarias es sistemáticamente más alto que en el centro y en el norte de España. Las diferencias perduran incluso en el momento de menor desempleo, a finales de 2007, cuando el paro nacional llega a un mínimo del 8% de la población activa.
Posteriormente, en el periodo 2008-primer trimestre de 2011, se perdieron 2,4 millones de puestos de trabajo, de tal modo que la población ocupada en esa fecha era de 18,1 millones de personas. Desde 2008 al primer trimestre de 2011, el empleo público ha vuelto a crecer en otras 300.000 personas. Por eso, de los 5,5 millones de puestos de trabajo creados en el periodo 1998-2007, han conservado su empleo los 1,4 millones de empleados públicos y alrededor de 1,7 millones de personas en el resto de la economía. La población, mientras tanto, ha pasado de 40 a 47 millones de personas desde 1998 a 2011.
Es una auténtica tragedia humana y económica que, en apenas nueve años, desde 1998 a 2007, los años de la expansión impulsada por el euro, hayan llegado a España alrededor de 6 millones de inmigrantes, de los que casi 5 millones eran personas dispuestas a trabajar, y que, al cabo de otros tres años, en el primer trimestre de 2011, el empleo neto creado desde 1998 haya sido de sólo 3,1 millones de puestos de trabajo, 1,7 millones en el sector público y el privado oferente de servicios sociales, y 1,4 millones en el sector privado directamente productivo. En consecuencia, en algo más de 12 años, el empleo privado, los 1,4 millones, han supuesto, en promedio, la creación de 120.000 empleos anuales.
En números y porcentajes sobre la población activa, la evolución en el periodo 1998-primer trimestre de 2011 ha sido la siguiente:
Parados en diciembre de 1998
3.000.000 personas (18,1% de la población activa)
Nacionales incorporados al mercado de trabajo en ese período
1.500.000 personas
Inmigrantes activos
4.700.000 personas
TOTAL
9.200.000 personas
La situación laboral de esos 9,2 millones de personas en el primer trimestre de 2011 es la siguiente:
Ocupados: 3.100.000 millones
Parados: 5.000.000 millones
No activos, o economía sumergida o emigrados: 1.100.000 personas
Lo que significa que la burbuja crediticia provocada por el euro financió temporalmente el crecimiento del sector de la construcción, del inmobiliario y de las industrias y servicios dependientes de ambos sectores. Por otra parte, ha dejado incorporados a nuestra economía el crecimiento del empleo de las Administraciones Públicas y el de los sectores que prestan servicios sociales y una cifra inmanejable de 5 millones de parados.
La pérdida de empleo no es homogénea entre el norte y el sur de España. En Andalucía y Canarias el desempleo vuelve a aproximarse al 30% de la población activa. En Murcia, una autonomía que parecía haberse escapado de esa situación, el paro es ya del 26%. En Valencia del 24%, en Extremadura del 26%, en Castilla-La Mancha del 22%. Incluso Baleares supera el 25%. Mientras en Cataluña (19%), Madrid (16%), País Vasco (12%), Navarra (12%), Aragón (18%), Galicia (18%), Asturias (18%), Castilla y León (18%) y Cantabria fluctúa entre el 12% y el 19%. Cifras altísimas, pero más de diez puntos inferiores a las del sur.
Otro dato a tener en cuenta es que el desempleo entre los inmigrantes en activo es del 32%, lo que significa que 1,1 millones de personas están en paro, y que los inactivos son otros 1,1 millones. Sólo 2,4 millones están ocupados en la actualidad, de los casi 5 millones de trabajadores que han llegado a España en los últimos años.
Todo esto confirma que los excesos en el sector de la construcción e industrias y servicios dependientes se tradujeron en una inmigración excesiva, que ahora se encuentra en paro y con una red de protección social mucho menos sólida que aquella con la que cuentan los españoles. Numéricamente, a pesar de que el paro ha alcanzado los 4,9 millones de personas, el número de españoles de origen desempleados es, en el primer trimestre de 2011, de 3.767.000, por debajo del máximo numérico histórico de 1996, año en el que se alcanzó la cifra de 4.200.000, y su tasa de paro es del 19,33% frente a un total nacional del 21,3%.
Segunda parte del ensayo:
En 1998, el Gobierno de Aznar, con el apoyo de toda la oposición y, sobre todo, del PSOE y de los partidos nacionalistas, toma una decisión trascendental para España. Decide cumplir los criterios de Maastricht no porque fueran positivos ?que lo eran? para la economía española, sino para integrarse, desde un primer momento, en la Unión Monetaria. Olvidando que las razones del fracaso del Sistema Monetario Europeo seguían vigentes.
a) El primer error
España seguía padeciendo un paro abrumador, el euro tenía problemas en su estructura interna y nada garantizaba que los gobiernos españoles fueran a cumplir los objetivos de déficit, ni que la inflación española fuera a ser semejante a la de nuestros principales competidores. Era, de hecho, imposible, pues la estructura económica de España era muy poco productiva. En los 24 años anteriores, todo el aumento de la productividad se había conseguido reduciendo el número de trabajadores ocupados, no aumentando la productividad de toda la economía. Un error en el que incurrió no sólo el Gobierno español, sino los de todos los países que se integraron sin tener economías suficientemente sólidas, en un intento de forzar una unión política por la vía espuria de la economía, de una moneda única y de un Banco Central Europeo con competencia muy limitadas.
b) El segundo error
Un segundo error fue hacer también política con los sindicatos. La actividad sindical desde la transición hasta 1994 había puesto todo tipo de obstáculos a la modernización de la economía española. El PSOE de Felipe González se enfrentó a los sindicatos y aunque el Gobierno ganó todas las batallas perdió la guerra, porque nunca se atrevió a hacer la reforma definitiva del mercado de trabajo y porque intentó recuperar el apoyo popular, erosionado en su pelea con los sindicatos, mediante políticas expansivas del gasto público que se tradujeron en grandes déficits públicos. Los sindicatos perdieron todo su prestigio cuando se hizo evidente que sus posiciones, opuestas a cualquier reforma en el mercado de trabajo, eran responsables del desempleo del 24,5% de la población, así como los Gobiernos del PSOE, pues su intento de recuperar votos por la vía del gasto público y el déficit y la acumulación de deuda pública fue determinante del crecimiento de la inflación y de la pérdida de competitividad de la economía.
A esos sindicatos, derrotados, les ofreció un pacto el primer Gobierno de Aznar. El PP no haría la reforma del mercado de trabajo si los sindicatos aceptaban modificaciones menores en la legislación laboral, como fijar los salarios en función de la inflación esperada por el Gobierno, con la salvedad de que los salarios se ajustarían si el objetivo de inflación se sobrepasaba en cada mes de noviembre. El Gobierno del PP, en su afán de volver a ganar las elecciones y ser considerado como un Gobierno de centro, cometió ese segundo error, que resultó fatal para la competitividad de la economía; con un agravante: que toda la economía quedó indexada a la inflación a través del sistema de convenios colectivos, que era tan cáncer entonces como ahora.
Esos dos errores, cometidos simultáneamente, son imperdonables desde el punto de vista de la política económica. Podríamos haber estado en la Unión Monetario Europea, pero hacerlo sin la reforma de la negociación colectiva y del resto del mercado de trabajo fue una irresponsabilidad que hoy seguimos pagando. Era una irresponsabilidad, porque nada garantizaba que nuestra inflación, históricamente mucho más alta que la de Alemania, Francia y los países europeos más avanzados, fuera a reducirse hasta su nivel de forma permanente. El Gobierno ni siquiera consideró que el pacto con los sindicatos debería tomar como referencia la inflación del conjunto de la Unión Monetaria. Era seguro que una integración en el euro en esas condiciones significaría la pérdida progresiva de competitividad de la economía española. Pero esta evidencia fue ignorada por la inmensa mayoría de los políticos y, aún peor, de los economistas españoles, que consideraron que, por fin, por influencia exterior, por decisiones tomadas en Bruselas, la economía española saldría de su atraso histórico, se crearía empleo, se reduciría el paro y, en unos años, seríamos como Alemania. Mágicamente, sin conflictos, sin necesidad de que nadie se manchara las manos en España.
c) La primera circunstancia negativa: los tipos de interés y las facilidades crediticias
A esos dos errores se sumaron tres circunstancias fatales. La primera, la política de bajos tipos de interés y de facilidades para el apalancamiento de Greenspan, que fue imitada por los principales bancos centrales, incluido el Banco Central Europeo. Los bajos tipos de interés del euro resultaron ser, al cabo del tiempo, un "shock externo asimétrico" para los países miembros de la Unión Monetaria.
Los economistas más opuestos al euro señalábamos como un peligro para los países miembros que ocurriera un fenómeno externo que afectara de una forma radicalmente diferente a sus economías. Recuerdo que, yo al menos, mencionaba factores como una nueva subida de los precios del petróleo o algún otro que afectara a nuestra industria automovilística o a nuestro turismo, los sectores más importantes de nuestra estructura productiva. Cuando se produce un shock de esas características podía ocurrir que la política monetaria común no fuera la conveniente para todos los miembros. Eso es lo que ocurrió con los tipos de interés y las facilidades crediticias que, mantenidos muy laxos durante casi diez años, provocaron crecimientos del crédito completamente diferente entre los países miembros del euro y, en consecuencia, las tensiones inflacionistas fueron igualmente diferentes entre los mismos.
En Alemania no tuvieron un efecto significativo, pues esos tipos de interés, aunque bajos, eran superiores a la inflación. Lo mismo ocurrió en Francia, en Holanda y Bélgica. En Italia, los tipos eran demasiado reducidos, pero no provocaron ninguna reacción especial, porque la economía italiana tenía problemas internos que le impedían crecer.
En España los resultados fueron espectaculares a corto y destructivos a largo plazo. Esos tipos de interés, junto con el convencimiento de que la integración en la Unión Monetaria hacía irrelevante el desequilibrio del sector exterior ?opinión mantenida, nuevamente, por la inmensa mayoría de los economistas? provocaron un enorme aumento del crédito interno, que comenzó a crecer ininterrumpidamente a ritmos del 20% anual acumulativo. Y ese aumento de la circulación monetaria provocaba que nuestra inflación fuera superior a la de Alemania y a la del conjunto de los países miembros de la Unión Monetaria.
d) La segunda circunstancia negativa: el crecimiento del sector de la construcción
El segundo de los fenómenos inesperados fue que el sector que más creció en España y más empleo creó fue el de la construcción. Por razones de todo tipo, por experiencias históricas, por desconfianza en todo tipo de activos financieros y por la carencia de viviendas acumulada en el pasado, los españoles creyeron que las inversiones más seguras eran las que se hacían en el sector inmobiliario. Lo que era cierto en un comienzo, en 1999, cuatro años después, en 2003, se había convertido sigilosamente en una operación especulativa nacional de alto riesgo. Una operación en la que participaron, impulsándola, los bancos nacionales y los extranjeros. Una operación que era, sólo, una repetición de lo que estaba ocurriendo en Estados Unidos, Reino Unido e Irlanda.
Nadie reaccionó en los Gobiernos de Aznar ni en los del PSOE de Rodríguez Zapatero a partir de 2004. La única decisión que tomó el Banco de España fue obligar a constituir una provisión genérica en la banca para cuando el ciclo expansivo de la construcción se terminara.
e) La tercera circunstancia negativa: 6 millones de inmigrantes en diez años
El tercer acontecimiento inesperado fue que la demanda de mano de obra para construir era tan grande que en España, a pesar de la tasa de paro del 14% alcanzada en 2000, no había oferta de trabajo suficiente. En el año 2000 comenzaron a llegar grandes contingentes de inmigrantes. En 1998 apenas había 500.000 inmigrantes viviendo en España, la mitad de ellos nacionales de países miembros de la Unión Europea. En 2008 su número alcanzaba los 5 millones y en la actualidad superan los 6 millones. Una inmigración tan alta ?de hecho suponía el 50% del total de los trabajadores españoles ocupados en 1994? era una revolución política, económica y laboral. Esos inmigrantes permitieron que el empleo en el sector de la construcción, en las industrias dependientes del mismo y en los servicios necesarios, se multiplicara. A su vez, la demanda de bienes de consumo e inversión de esa población añadida de 6 millones de personas multiplicaron los beneficios de las empresas establecidas y dispararon los ingresos de todas las Administraciones Públicas. Para financiar la incorporación de casi cinco millones de trabajadores a la economía eran necesarios capitales y créditos bancarios, que se encontraron en el sistema financiero nacional y en los extranjeros, que no veían riesgo en esa actividad. España, como país, se endeudó para financiar ese esfuerzo masivo de incorporación de mano de obra, de construcciones de todo tipo y de aumento de la capacidad de producción de todos los sectores.
f) Las consecuencias
El ciclo expansivo de la economía española fue provocado por estos dos errores internos ?la entrada prematura en un euro mal diseñado y la renuncia a reformar el mercado de trabajo?, junto con las tres circunstancias analizadas: los bajos tipos de interés y las facilidades crediticias durante diez años, el afán de los españoles por invertir en edificaciones y la llegada incontrolada de 6 millones de inmigrantes, de los que casi 5 millones se integraron en el mercado de trabajo. Este ciclo se centró en la creación de empleo en el sector de la construcción, así como en el industrial y el de servicios ligados al primero, junto con el del sector público, que incrementó sus efectivos para prestar todo tipo de servicios, necesarios e innecesarios. El resto del crecimiento del empleo se produjo en sectores en los que el aumento de la demanda de bienes y servicios de una población que había pasado de 40 a 47 millones lo hacían necesario. Ese tipo de crecimiento económico era poco productivo, porque el sector de la construcción y el de la industria y los servicios dependientes del mismo son poco productivos y aún menos lo es el del sector público.
Los excesos de inversión en el sector de la construcción y en el sector inmobiliario crearon una burbuja, en cantidad y precio, que fue financiada inicialmente con los ahorros de las empresas y familias españolas y, posteriormente, con su endeudamiento, facilitado por el sistema financiero nacional y la banca extranjera. El proceso, en este sentido, fue similar al experimentado por Estados Unidos, Reino Unido e Irlanda. Lo único que diferencia a España es su magnitud, pues el grueso del crecimiento económico tuvo lugar por la expansión del sector de la construcción y las inversiones del sector inmobiliario, junto con el que se derivó del crecimiento de la población residente en España en ese tiempo. El otro efecto inducido, propiamente español, es el crecimiento de los empleados de las Administraciones Públicas, que creían que sus ingresos fiscales se mantendrían en el tiempo, sin darse cuenta de que se trataba de ingresos extraordinarios irrepetibles.
El estallido de la burbuja ha provocado grandes pérdidas a las familias, las empresas y los bancos, nacionales y extranjeros, que han financiado la expansión de los sectores directamente implicados. El proceso de reconocimiento de esas pérdidas por parte del sector financiero, que probablemente superarán los 200.000 millones de euros, no concluirá hasta, al menos, 2013.
Las consecuencias inevitables del estallido de esa burbuja son la pérdida de empleo, los problemas de solvencia del sistema financiero, el aumento del paro hasta los 5 millones de personas y las dificultades para financiar el sector público. Un sector que tiene que hacer frente a un exceso de personal y de prestaciones comprometidas con la población, como las ayudas a los desempleados, lo que provoca déficits de gran magnitud y el aumento de la deuda pública.
En 2011 concluirá, previsiblemente, el ajuste laboral en los sectores de la construcción, el inmobiliario, en el de servicios y en el industrial dependientes del primero y estará en marcha el ajuste en el empleo público del conjunto de las Administraciones Públicas. También estará avanzada la corrección del empleo en el sector financiero, que aumentó sus efectivos, sus oficinas y sus servicios generales como si el crédito a la economía española fuera a seguir creciendo indefinidamente como en el periodo 2000-2007. Igualmente se producirán, todavía, ajustes en las empresas de todos los sectores económicos que hayan invertido demasiado con créditos bancarios, confiando en el mantenimiento del ciclo alcista y que ahora no pueden soportar la falta de financiación derivada del ajuste en los balances del sector financiero.
No sería imposible que la economía española terminara en 2012 con un empleo total de entre 17,6 y 18,1 millones de personas y un desempleo, en ausencia de emigración, de entre 4,9 y 5,3 millones de personas.
Todo ese proceso ayuda a delimitar las responsabilidades de los partidos políticos, los sindicatos y los sucesivos Gobiernos. Es evidente la responsabilidad de los Gobiernos de Aznar, incrementada cuando el decreto-ley de reforma moderada del mercado de trabajo de 2002 fue retirado por razones electorales tras una fallida huelga general. Es evidente la continua responsabilidad de los sindicatos, incapaces de comprender que los privilegios de los sindicatos verticales del franquismo son incompatibles con una economía de mercado totalmente abierta al exterior.
Los Gobiernos de Rodríguez Zapatero son también responsables de la actual situación de la economía española, pero conviene delimitar esa responsabilidad para que tenga que responder de sus decisiones y no de las de otros Ejecutivos anteriores.
En la campaña electoral para las elecciones de 2004 el PSOE acusaba al PP, con razón, de mantener un sistema productivo que descansaba excesivamente en el sector de la construcción. Pero cuando alcanzó el Gobierno incrementó las ayudas fiscales para la compra de viviendas, echando leña al fuego que alimentaba la burbuja inmobiliaria.
El Gobierno no analizó, o no instruyó, como podía, al Banco de España para que evitara la concentración de créditos en el sector inmobiliario y en el de la construcción. Una decisión que habría reducido el tamaño de los excesos. Sin duda, a la vista de la información que hoy tenemos, había conciencia entre los inspectores del Banco de España de la gravedad potencial de la situación. No se les hizo caso, ni por el propio Banco de España, ni por el Ministerio de Economía ni por el Gobierno porque, de haberlo hecho, se habría puesto fin al proceso de expansión de la economía española. Y a la llegada de millones de inmigrantes que buscaban trabajo en nuestro país.
El Gobierno es responsable de seguir gastando dinero público hasta mayo de 2010, como si nada hubiera pasado, a pesar del estallido, en agosto de 2007, de la burbuja inmobiliaria en Estados Unidos y en el resto de los países desarrollados que habían incurrido en los mismos errores. El Gobierno es responsable de haber seguido aprobando leyes que comprometían dinero público para el futuro en el periodo 2008-2010, como si los ingresos fiscales estuvieran asegurados.
El Gobierno es responsable de negar, hasta mayo de 2010, la existencia de una crisis que tenía que afectar, necesariamente, a la solvencia del sector financiero y a la situación de las propias Administraciones Públicas.
El Gobierno es responsable, junto con el Banco de España, de no haber aprovechado 2008 y 2009 para recapitalizar con dinero público el sistema financiero, en una fase en la que todos los países afectados lo hicieron, sin que sufriera el crédito exterior de ninguno de ellos. El nivel de incompetencia del Gobierno llegó al extremo de proclamar en 2008 que España tenía el sistema financiero más sólido del mundo y que, tras sobrepasar a Italia en renta per capita nos aproximaríamos rápidamente a los niveles de Francia.
El Gobierno de Rodríguez Zapatero es responsable de confundir a las autonomías respecto a su capacidad de gasto hasta 2010. En 2009 se les transfirieron 20.000 millones de euros más de los que les correspondían por su participación en IRPF, IVA e Impuestos Especiales, porque el Gobierno operaba sobre la base de que la crisis económica era sólo una "ligera desaceleración" y creía, o quería creer, que los ingresos impositivos no se verían afectados. Las autonomías, y los ayuntamientos, beneficiados también por transferencias extraordinarias, creyeron que su capacidad de gasto total sostenible era mucho mayor y procedieron a contratar nuevo personal, además de aumentar el gasto corriente y las inversiones. En conjunto, esa responsabilidad del Gobierno se concreta hoy en que las autonomías deben devolver 25.000 millones de euros a la Administración Central, los ayuntamientos 5.000 millones de euros y el conjunto de las Administraciones deberían reducir su personal en, al menos, 300.000 personas, que es el incremento del personal del sector público entre 2007 y 2010.
El Gobierno de Rodríguez Zapatero es responsable de que todas las reformas llevadas a cabo desde mayo de 2010 sean insuficientes. En particular, es responsable de la lentitud en recapitalizar el sistema financiero y en poner límites al gasto de las autonomías. Y es responsable de no haber hecho la reforma de la negociación colectiva, imprescindible para que la economía española vuelva a crecer.
El Gobierno de Rodríguez Zapatero no es responsable, en cambio, del populismo del PP, que se ha opuesto con argumentos demagógicos a las limitadas reformas aprobadas hasta la fecha.
Creo que mas no puedo añadir, un RPV sería que desde 1974 hemos creado aumentado en 4,7M de trabajadores ocupados de los que 2,7 son de las AAPP y solo 2 del sector privado, que es el que mueve el país.
Este ensayo se va a realizar en 3 partes y se centra en la economía en el apartado de empleo que se refiere desde 1974 hasta hoy y de lo que pasará o que debemos hacer a partir de ahora.
A mi realmente me gustaría saber además la evolución de la productividad de España en este tiempo porque el dato es realmente mucho mas importante que el de la tasa de empleo, todavía no he terminado de leérmelo entero pero está bastante detallado todo.