En 1992, Miguel Boyer y su esposa, la socialité Isabel Preysler, adquirieron en Madrid una fastuosa mansión cuyos trece cuartos de baño la hicieron adquirir un célebre mote malicioso: Villa Meona. Ríos de tinta corrieron sobre aquel meódromo del que a nadie se le escapaba el simbolismo de que lo habitara un exministro socialista. Expresión arquitectónica del fabuloso medro social que el felipismo había procurado a los suyos, revolucionarios de juventud devenidos en una nueva beautiful people, indistinguible de las élites ignominiosas a las que teóricamente habían venido a atemorizar, Villa Meona era también la guinda de la bastardización de aquel partido que había acaudillado y al que habían encumbrado sueños de justicia social, pero en un decenio en el Gobierno había ido perdiendo todas las plumas de la revolución, consagrado muy al contrario a convertir a España —había proclamado sin sonrojarse otro de sus ministros, Carlos Solchaga— en el país del mundo en que más fácil fuera hacerse rico. Era Villa Meona el retrato de Dorian Gray de una ley de hierro de la oligarquía cumplida supersónicamente; un premio al terrorismo de Estado, el desmantelamiento industrial, la sumisión perruna al amo estadounidense, los decretazos neoliberalizadores, la corrupción sistémica; todas las abdicaciones de lo que Eduardo Haro Tecglen llamara
“la raza favorecida de los adaptados: acuden a los besamanos de los obispos, comen langostinos, llevan pianos a sus despachos, tienen moquetas […], tienen escoltas, compran fraques, usan Visa Oro, viajan en Concorde, eligen trajes y corbatas de buen paño y buena seda, tienen asesores de imagen, cambian de esposas en busca de la riqueza, la elegancia o la popularidad, segregan unos seguidores que crean a su imagen y semejanza —lealtad y langostinos— y que ocupan los vigorosos puestos delegados del poder.”
Era posible otro mundo y, desde luego, era posible otra izquierda; un babor virtuoso, no sólo «neocontestatario», como lo había querido José Luis Aranguren, sino cuyos mismos representantes encarnaran personalmente la probidad moral y la sana austeridad vital que deben ir de suyo en quienes aspiran a la transformación radical de la sociedad. Y cuando el maestro de historia Julio Anguita, ejemplar alcalde de Córdoba, vino a ponerle rostro y a relanzarla como alternativa creíble al todopoder pesoísta, aquella gauche caviar encantada de conocerse, que había intercambiado las barricadas por las mariscadas por el triunfo de la buena digestión, no pudo sino detestarlo con toda su alma y abalanzar contra él todas sus brunetes mediáticas, con derroche de vileza fabricante de posverdades del que algunos obituarios de los medios del Grupo PRISA despiden todavía estos días el aroma. No era ya que la Izquierda Unida del califa no tuviera alma de muleta y vendiera novedosamente caro su auxilio al decadente socialismo trilero de Felipe González: con eso se podía vivir y había maneras de sortearlo, como la coyunda con los nacionalistas. No era eso. Lo que de Anguita indigestaba a aquellos hombres hasta la enajenación era cuánto su misma vida; cuánto la integridad y frugalidad de quien llegaría a renunciar a su pensión como exdiputado, se alzaba ante ellos como un espejo impertinente que les devolvía y les restregaba su propia vulgaridad, y sus deslealtades. Insobornable entre los sobornados, recto entre los doblados, impagable entre los venales, clarividente entre los obtusos, Anguita, heredero de una estirpe de faros comunistas de la dignidad que antes había alumbrado a Marcelino Camacho, Horacio Fernández Inguanzo o Simón Sánchez Montero, demostraba con su mismo ejemplo a los maestros de ceremonias de la borrachera de equívoca prosperidad de la España de los noventa que no siempre son torcidos los renglones de la condición humana; la posibilidad cierta de una existencia honrada y una carrera política limpia. Por eso, sí, le odiaron tanto: porque supo tener claro —explicará años más tarde a Juan Andrade en Atraco a la memoria— que «un día es una cacería, otro día es una partida de golf, otro día es salir con la duquesa de Alba, otro día es que tu señora salga en la prensa del corazón» y, cuando uno se da cuenta, forma parte del problema en lugar de la solución; le perdonan la vida en suntuosos salones —decía también Anguita— aquéllos a quienes debía ser él quien se la perdonase. Como en El gatopardo, todo ha cambiado y todo sigue igual.
Julio Anguita era, sencillamente, el mejor de todos nosotros; y en realidad, era cierta de algún modo la mofa tergiversadora que sus enemigos hacían de la tesis de las dos orillas: en una orilla estaba él, y en la otra, todos los demás. No hace falta deseárselo: la tierra le será sin duda leve.
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