Si a que una única persona dirija un país se le llama dictador, entonces quizás que haya un "dictador" no sería tan malo.
Me explico con lo siguiente.
Los parlamentos democráticos que son los que dirigen la nación están llenos de charlatanes, gente mezquina, sin educación, sin honor, sin lealtad a su oficio, gente que habla y realmente no les importa ni lo que hablan ellos ni lo que están hablando los demás, son circos democráticos, donde se deciden cosas importantísimas para la nación y ellos ni se lo toman en serio, solo hay que ver cuando pillan a alguno jugando con la tablet o no hay que pillarlos, simplemente echar un vistazo alrededor y ver como se duermen, bostezan, etc... Es algo que para algunos puede resultar hasta gracioso a priori, pero es penoso y un problema enorme. Esa gente es la que decide el rumbo de la nación y las cosas más importantes que van a pasar. ¿Luego que ocurre? que cuando esa gente toma decisiones equivocas, o la cagan fuertemente y dañan la nación no hay un responsable, hay un grupo parlamentario democrático echándose la pelota los unos a los otros por lo tanto no se podrá sacar un responsable, ellos seguirán ahí y los afectados seremos los de siempre.
Dejando siempre la decisión en manos de una mayoría compuesta de ignorantes e incapaces, pues la organización de esa institución permanece inalterada, al paso que los problemas que en ella son tratados se extienden a todos los ámbitos de la vida pública. Es completamente imposible que los mismos hombres que tratan de asuntos de transportes se ocupen, por ejemplo, de una cuestión de alta política exterior. Sería preciso que todos fuesen genios universales, los que tan sólo de siglo en siglo aparecen. Infelizmente, se trata no de verdaderas "cabezas" pero sí de diletantes, tan vulgares que incluso están convencidos de su valor. De ahí proviene también la ligereza con que frecuentemente estos señores deliberan y resuelven cuestiones que serían motivo de honda reflexión aun para los más esclarecidos talentos. Allí se adoptan medidas de enorme transcendencia para el futuro de un Estado como si no se tratase de los destinos de toda una nacionalidad, sino solamente de una partida de naipes, que es lo que resultaría más propio de tales políticos.
Sería naturalmente injusto creer que todo diputado de un parlamento semejante se halle dotado de tan escasa noción de responsabilidad. No. De ningún modo. Pero, el caso es que tal sistema, forzando al individuo a ocuparse de cuestiones que no conoce, lo corrompe paulatinamente. Nadie tiene allí el valor de decir: "Señores, creo que no entendemos nada de este asunto; yo al menos no tengo ni idea". Esta actitud tampoco modificaría nada porque, aparte de que una prueba tal de sinceridad quedaría totalmente incomprendida, no por un tonto honrado se resignarían los demás a sacrificar su juego. Quien, además, conoce a los hombres comprende que en una sociedad tan ilustre nadie quiere ser el más tonto y, en ciertos círculos, honestidad es siempre sinónimo de estupidez.
Así es como el representante aún sincero es obligado forzosamente al camino de la mentira y de la falsedad. Justamente la convicción de que la reacción individual poco o nada modificaría, mata cualquier impulso sincero que por ventura surja en uno u otro. A fin de cuentas, se convencerá de que, personalmente, lejos está de ser el rimero entre los otros y que con su colaboración tal vez impida males mayores.
Es cierto que se formulará la objeción de que el diputado personalmente podrá no conocer este o aquel asunto, pero que su actitud será dirigida por la fracción a la que pertenezca; ésta tendrá sus comisiones especiales, que serán suficientemente esclarecida por los expertos. A primera vista esto parece ser verdad; sin embargo, surge la pregunta: ¿por qué se eligen quinientos cuando sólo algunos poseen la sabiduría suficiente para tomar posición en las cuestiones más importantes?
Ahí es donde está el quid de la cuestión.
El parlamentarismo democrático de hoy no tiende a constituir una asamblea de sabios, sino a reclutar más bien una multitud de nulidades intelectuales, tanto más fáciles de manejar cuanto mayor sea la limitación mental de cada uno de ellos. Sólo así puede hacerse política partidista en el sentido malo de la expresión, y sólo así también consiguen los verdaderos agitadores permanecer cautelosamente en retaguardia, sin que jamás pueda exigirse de ellos una responsabilidad personal. Ninguna medida, por perniciosa que fuese para el país, pesará entonces sobre la conducta de un bribón conocido por todos, sino sobre la de toda una fracción parlamentaria.
Prácticamente, pues, no hay responsabilidad, porque la responsabilidad solo puede recaer sobre una individualidad única y no sobre el gallinero de parlanchines que son el parlamento de los diputados.
En oposición a ese parlamentarismo democrático estaría una democracia con la libre elección de un hombre, un dictador o como os de la gana llamar. Una persona que se obliga a asumir toda la responsabilidad de sus actos. Una democracia tal no supone el voto de la mayoría para resolver cada cuestión en particular, sino llanamente la voluntad de uno solo, dispuesto a responder de sus decisiones con su propia vida y haciendo entrega de sus propios bienes.
Si se hiciese la objeción de que bajo tales condiciones dificilmente podrá hallarse al hombre resuelto a sacrificarlo personalmente todo en pro de tan arriesgada empresa, habría que responder: "Gracias a Dios, el verdadero sentido de una democracia así radicaría justamente en el hecho de que no puede llegar al gobierno de sus conciudadanos por medios vedados cualquier indigno arribista o emboscado moral, sino que la magnitud misma de la responsabilidad a asumir amedrenta a ineptos y pusilánimes".
Y si aún, pese a todo esto, intentase deslizarse un individuo de tales características, fácilmente se le podría identificar y apostrofar: "¡Apártate cobarde, que tus pies no profanen el Panteón de la Historia, destinado a héroes y no a mojigatos intrigantes!", como lo han sido en la historia política de nuestro país zapatero, rajoy y demás mindundis indignos de entrar en la historia de nuestra nación, cuanto menos como presidentes.
Pero claro, la gente tiene unos conceptos que son intocables.
"Autoridad del estado", "democracia", "pacifismo", "solidaridad internacional", etc., etc., etc., son todas ideas que se convierten por lo general en conceptos tan netamente doctrinarios y tan inflexibles, que cualquier juicio respecto de las necesidades vitales de la Nación resulta subordinado a ellas. Esto lleva a hundir todo intento de salvar la Nación, en tanto implique la extinción de un régimen, incluso malo, en tanto que sea una infracción al "principio de autoridad". Por ejemplo toda tentativa hacia una dictadura sería acogida con indignación, incluso si su propulsor fuese un Federico el Grande y si los representantes políticos del parlamento no pasasen de ancianos incapaces o de individuos mediocres. La ley de la democracia parece más sagrada que el bien de toda nación. De la misma manera, el pacifista guardará silencio ante el más sangriento atentado contra el pueblo, porque la alteración de ese destino solo sería posible por medio de una resistencia, es decir, de una violencia y eso contraría su espíritu pacifista. Esto puede ser aplicable a muchos casos y puede ser deplorable, pues quien quiera modificar una situación debe dejar de teorizar.
No se estudia la historia para no recordar sus enseñanza, cuando llega la hora de aplicarlas prácticamente, o para pensar que las cosas ahora son diferentes y que, por tanto, sus verdades no son aplicables. Se aprende de ella justamente la enseñanza útil para el presente.