Desde lo alto del acantilado de Taiji, es posible escuchar las voces de los pescadores y el ruido de unas aletas peleando en una infructuosa lucha por la libertad. De vez en cuando aparece un cazador haciendo una mueca mientras hunde el cuchillo en el agua. Poco antes, el mar alrededor de él era verde esmeralda. Ahora se está volviendo de color carmesí, y el aire huele a sangre.
El agua marina en las costas de Taiji es roja debido a la sangre de los delfines y ballenas.
375 euros es lo que viene a costar la carne de un solo animal, si bien por algunos tipos se pueden llegar a pagar 675 euros. De ahí que las brutales matanzas anuales de delfines mulares y ballenas piloto no sólo siguen sucediendo, sino que su número ha aumentado en Japón a pesar de la condena internacional. En la primera cacería de la temporada, que comenzó el 1 de septiembre, al menos 100 delfines mulares o nariz de botella y 50 ballenas piloto han sido masacrados y durante los próximos seis meses los pescadores de la ciudad se encargarán de pescar a casi 2.300 delfines de la cuota anual japonesa de 20.000 ejemplares.
En la pesca tradicional, los pescadores persiguen grupos de delfines en mar abierto mientras golpean postes de metal bajo el agua para confundir su sistema de sonar hipersensible. Los animales, agotados, son conducidos a una cala cercada con grandes redes para evitar que escapen y así matarlos a la mañana siguiente con cuchillos y lanzas. Una vez muertos, los cargan en barcos y los llevan al muelle para despedazarlos en un almacén, donde el trabajo de los pescadores se esconde con pesadas persianas.
La condena internacional apenas ha servido para que estas matanzas se lleven a cabo en un relativo secreto desde 2003, cuando dos miembros de la organización ecologista Sea Shepherd liberaron varios delfines encerrados en una cala cercada y preparada para pasarlos a cuchillo. Según Justin McCurry, periodista del diario brítánico The Guardian, durante su visita a Taiji fue acompañado durante todo el tiempo, se le prohibió hacer fotografías, y fue interrogado por la policía, que ve a cualquier extranjero como un posible saboteador. Tampoco ningún lugareño quiso hablar a menos que su nombre nunca fuera publicado.
Fuente: El Mundo