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Sanatorio Psiquiátrico de Arkham, noviembre de 2001

¡Shhhh! ¡Silencio! ¡Shhhh! Acérquense. Eso es. Poco a poco. ¡Shhhh! Sin hacer ruido. Cuidado... Ellos pueden oírnos. Sí. Ellos. ¡Quietos! Escuchen, escuchen atentamente. ¿Pueden oírlos? Son como voces que surgen de la nada, te susurran al oído y se marchan. ¿No pueden sentirlas? Esperen, esperen un poco, concéntrense, cierren los ojos... abran su mente... ¡No se marchen!... por favor... ¡No estoy loco! ¡No me dejen sólo! ¡Vuelvan, no les estoy mintiendo!

Ellos oyen lo que decimos, observan nuestras acciones, lloran y ríen, amenazan y aconsejan, tranquilizan y atemorizan y la mayoría de nosotros, pobres ilusos, ni tan sólo somos conscientes de su existencia. ¡Y esa es la gran ironía! Porque nosotros somos Ellos... ¿Cómo? ¿Qué quiénes son Ellos? No es fácil de explicar...

Todo empezó en Providence, a principios de año. Mi mujer y mi hija no se merecían morir de aquella manera, pero a Dios no debió parecerle igual. Todos morimos algún día, y quien más y quien menos lo asume con cierta madurez. Así y todo, jamás pensamos que ese “algún día” pueda ser mañana o incluso hoy mismo al irnos a dormir, al apagar la luz del cuarto o al levantarnos a beber agua de madrugada.

Por este motivo, cuando mi esposa y nuestra pequeña Michelle se despidieron de mí, para ir a buscar a la Oficina de Correo el paquete que habían mandado los padres de mi mujer, nunca pensé que sería la última vez que las vería con vida. La última vez que, acariciando el cabello de Sarah, le diría “ten cuidado” y ella, tras besarme, me tranquilizaría con un “lo tendré cariño”.

La última vez que Michelle se engancharía a mi cuello y me suplicaría que fuera con ellas. La última vez en la que, antes de seguir con mi estúpido papeleo, miraría por la ventana y ellas alzarían el brazo exclamando “¡hasta luego!... hasta luego... hasta siempre... En definitiva, la última vez en la que sería feliz...

Dios, el destino, la casualidad, llámenlo como quieran, hizo que aquel borracho estrellara su coche contra el de mi esposa cuando regresaban a casa, perdiendo la vida al instante todos los implicados en el accidente.

Recuerdo perfectamente como el Jefe de Policía me comunicó tan trascendental noticia, como lloré ante los cuerpos fríos e inertes de las dos mujeres que habían dado sentido a mi vida y como volví a casa, sólo y destrozado, con sus objetos personales y el dichoso paquete de mis suegros, culpable indirecto de tan fatal suceso.

Sólo pensaba en despertar; sí, despertar de esta horrible pesadilla. Pero no, esto no era sueño, era real... por eso pensé que lo mejor, entonces, sería dormir... dormir para siempre... dormir el sueño eterno.

Hasta ese mismo instante, nunca me había parado a pensar como sería mi muerte, tampoco la de mis familiares y amigos. Pero en aquella maldita tarde de enero, mi vida cambió por completo. Dio inicio el comienzo del fin... de mi fin... de mi vida. Desde que había visto los cadáveres de mi mujer e hija, en mi cabeza sólo rondaba una vocecilla celestialmente infernal que repetía una y otra vez: “suicidio... suicidio... suicidio...” “Yo”, como máximo responsable de mi muerte, de mi viaje sin retorno.

Y no debía hacerlo como un acto de cobardía, ni de huida, ni de confusión o dolor, sino que debía ser una decisión producto de la coherencia, de ser coherente conmigo mismo: con ellas empezó mi vida y su muerte tenía que ser sinónima de la mía.

Escribí una nota de suicidio, para dejar bien claros los motivos que me habían impulsado a poner fin a mi vida, y cargué la escopeta de caza que tantas veces había usado mi difunto padre en el bosque de Brockton. Fue entonces cuando volví a percatarme de la presencia del paquete de la discordia. Tenía el cañón del arma dentro de la boca y el dedo en el gatillo. Un simple “tick” nervioso hubiera significado el adiós definitivo, y quizá hubiera sido mejor así... La curiosidad fue más fuerte que mis ansias de morir. Aparté a un lado la escopeta y abrí con desesperación el envoltorio.

Una grabadora, eso es lo que encontré, una simple grabadora y una nota: “Para nuestra querida nieta”. ¿En qué estarían pensando mis suegros?, ¿para qué hubiera querido Michelle una grabadora? Si tan sólo tenía seis años... Cogí el aparato con la mano y lo miré detenidamente.

Entonces fue cuando tuve la estúpida idea de grabar mi despedida de este mundo en la cinta virgen que había en su interior, la cuál había descubierto mientras intentaba imaginar a mi hija con la grabadora: ¿hubiera jugado, quizá, a ser periodista?, ¿se habría dedicado a grabar los sonidos de la naturaleza?, ¿qué habría hecho con ella? Eso ya no lo sabría...

No lo pensé más. Comprobé que todo estuviera en orden: pilas, cinta, batería... y, acto seguido, apreté el botón de grabación. Simplemente leí, en un tono áspero y gris, la nota que había escrito anteriormente. Me pareció que el mensaje había quedado demasiado agónico y desesperado y eso no me gustaba. Así pues, atrasé la cinta dispuesto a escuchar mis propias palabras. Hundí enérgicamente el botón “play” y la cinta comenzó a rodar. Ojalá hubiera apretado el gatillo cuando tuve la oportunidad, ojalá ellas no hubieran ido a buscar el paquete, ojalá Dios fuera más justo...

Mi voz comenzó a sonar, mientras apoyaba los codos en la mesa y la cara sobre las palmas de las manos. Todo parecía normal, cuando, de repente, del fondo de la grabación parecía surgir una vocecilla que, evidentemente, no recordaba haber escuchado mientras leía la nota. Los sonidos que había emitido aquella voz, en principio inexistente, me habían sido totalmente imposibles de descifrar. Así pues, rebobiné rápidamente el soporte magnético y me dispuse a volver a escuchar aquel extraño fenómeno. Comenzó a oírse mi voz... subí el volumen del aparato al máximo y, entonces, oí nítidamente la voz... era la voz... la voz de mi mujer.

“Te quiero” decía. Pero eso no era todo.

Pasados unos minutos, analicé la grabación con detenimiento y descubrí la voz de mi hija gritando “¡papá, tengo frío, papá!”. Mi corazón latía con fuerza, su cavidad no era suficiente y parecía que arremetía contra los muros que lo oprimían con tal de echarlos abajo. Me agarré el pecho y caí al suelo sin conocimiento...

Dos horas más tarde volví a abrir a los ojos. Aún así, no me levanté del suelo, sino que seguí tumbado en él, al menos durante una hora más. Las frías baldosas comenzaban a calarme los huesos, tenía la cara cubierta por mi propia saliva y en los ojos notaba un fuerte escozor, ya que intentaba mantenerlos abiertos el mayor tiempo posible. No me atrevía a cerrarlos y, cada vez que lo hacía, los lamentos de Michelle me golpeaban el cerebro.

Más tarde, conseguí ponerme de pie y asearme un poco. En mi cabeza sólo rondaba una idea: volver a repetir aquel imprevisto experimento... y así lo hice. Adelanté la cinta hasta encontrar un hueco vacío y formulé la siguiente pregunta: “¿estáis bien?” Dejé grabando sesenta segundos... Parar... rebobinar... reproducir... y el resultado anterior se repitió de manera más horrorizante si cabe. En la cinta se agolpaban voces y más voces, mujeres y hombres, jóvenes y ancianos, voces claras y otras inintelegibles... como si todas quisiesen hablar a la vez, como si se pisaran las unas a las otras, como si necesitaran desesperadamente que las escuchase...

Sus mensajes, entre los que podía distinguir algunos de mi mujer, mi hija e, incluso, de mi padre, eran muy variados, aunque la mayoría eran gritos y sollozos como “¡sálvame!”, “¡me falta Dios!”, “¡no hay salida!”

Los días iban pasando y yo me pasaba las veinticuatro horas grabando cintas y más cintas, a veces sin resultado y otras con éxito (por llamarlo de alguna manera).

¿Voces del “Más Allá”? ¿Difuntos que usaban aquel dichoso aparato como puente a nuestro mundo?

Todo aquello era demasiado para mí, sin duda. Comencé a perder la cabeza. De repente me ponía a gritar, otras a llorar, golpeaba violentamente mi cuerpo, dormía en posición fetal en cualquier rincón de la casa y, una noche, me dio un fuerte ataque. Comencé a reír, y a reír, y a reír... Me burlaba de sus lamentos y, entonces, descubrí en la cinta una voz rotunda que exclamó: “¡tú también tendrás que morir!” Mis carcajadas cesaron al instante, me dio la sensación de que la habitación comenzaba a girar y a girar y cientos de voces retumbaban en mi cráneo: “¡morirás!”, “¡sufre!”, “¡loco!”

Es lo último que recuerdo antes de que me encerraran en estas cuatro paredes. Quizá mis vecinos, alertados por los gritos, avisaron a la Policía, no lo sé. Pero lo que sí sé es que yo no estoy loco... no, no lo estoy. Ellos siguen aquí, por eso no debo cerrar los ojos, porque sino volverán a hablarme...

¡Shhhhh! No hagan ruido... no les hagan enfadar... ¡No se marchen! ¡No me dejen sólo! ¡No estoy loco! No estoy loco... no lo estoy...

Está bien, olvídense de todo lo que he dicho. Sí, abandónenme, ríanse de mí, vuelvan a casa y duerman tranquilos, ignorantes del extraño mundo que acecha al nuestro...

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